Salvador Allende: el otro 11 de septiembre

Fue hace cincuenta años, el 11 de septiembre de 1973. El lugar, el palacio presidencial de la Moneda, en Santiago de Chile. Un hombre ya entrado en años, vestido de civil, lleva puesto un llamativo casco de soldado, que no cuadra con su aspecto de intelectual. Rodeado de hombres armados -sus últimos partidarios- otea el horizonte, mientras en la calle resuenan las explosiones, el tableteo de los disparos, el vuelo rasante de los aviones de la fuerza aérea chilena. Ese hombre se llama Salvador Allende, es presidente de Chile, y en ese preciso instante está siendo asediado, está siendo objeto de un golpe de Estado perpetrado por el Ejército, con la inestimable ayuda de la oligarquía del país y de la Agencia Central de Inteligencia norteamericana (CIA). ¿Su delito? Haber intentado una vía -chilena, pacífica y democrática- al socialismo. No resignarse a ser el patio trasero de ninguna potencia exterior; acometer la nacionalización de la industria del cobre; emprender la estatalización de los sectores clave de la economía y profundizar en la reforma agraria iniciada por su antecesor, Eduardo Frei, es más de lo que están dispuestos a soportar tanto las élites chilenas como el gran hermano del Norte, cuya intervención en el país andino a través de la CIA es constante.

Ese hombre nunca fue capturado vivo por el militar que capitaneó el golpe, Augusto Pinochet,  porque prefirió suicidarse antes. Un gesto anacrónico, igual que la virtud  que lo sustenta: la dignidad. Como Franco y tantos otros, Pinochet dice actuar en nombre del restablecimiento del orden. Y lleva razón: el golpismo siempre busca el orden, la imposición de su orden, al que sacrifica el respeto a la ley, la democracia y las libertades. Pero volvamos a Allende: poco antes de quitarse la vida, dirige un último discurso al país a través de Radio Magallanes. Sus palabras, por tanto, adquieren la categoría de verdadero testamento radiofónico. No sólo se dirige a los Trabajadores de mi Patria, a la modesta mujer de nuestra tierra y a la Juventud, a quienes cita expresamente: habla para la Humanidad entera y para la Posteridad. Allende, que es un muerto, que ya sabe que es un muerto, pronuncia palabras como estas: “Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!”.

Son palabras necesarias, porque los tiempos son duros: Cruzando la cordillera de los Andes, una sociedad que se encamina directamente al suicidio colectivo acaba de elegir en Primarias a un loco, Javier Milei, que no duda en afirmar que “la Justicia Social es un aberración” y que propone eliminar, si gana las próximas elecciones generales, los ministerios de Cultura, Salud, Transporte y Ciencia, entre otros, además del organismo argentino dedicado a la investigación, conocido como Conicet (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas).

Y de este lado del  Atlántico, quien debería ser la continuadora de la tradición izquierdista que simboliza Salvador Allende, viaja a Waterloo a reírle las gracias a un derechista xenófobo (más concretamente, hispanófobo), imputado y fugado de la justicia. Es curioso, pero Puigdemont enarbola como bandera otro 11 de septiembre, aunque radicalmente distinto: el de 1714. Esta fecha, celebrada como cada año con pompa y boato, da lugar a un aquelarre narcisista y victimista (a la vista del altísimo nivel actual de autogobierno de Cataluña), mientras que el suicidio de un lejano socialista sudamericano, defensor de los más desfavorecidos, es recordado discretamente. Es lógico: ¿Cómo la defensa de la clase obrera, la lucha por la justicia social, la dignidad -es decir, los valores que encarna Salvador Allende- podrían disputar el protagonismo a las sagradas esencias patrias? Y sin embargo, pese a todo, aún me atrevo a repetir estas proféticas frases de su discurso: “Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos”.

Amén.

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