Cataluña reconecta con el norte

Cataluña tiene que entender qué lugar ocupa en el mundo y actuar en consecuencia. Este triángulo donde vivimos -con vértices en el Valle de Arán, el delta del Ebro y el cabo de Creus- es la rótula que conecta la parte oriental de la península Ibérica con el Mediodía francés y la fachada que nos abre a todos los vientos del mar Mediterráneo.

Por razones históricas que todos conocemos, nuestras potencialidades geopolíticas y geoeconómicas han quedado capadas por nuestra pertenencia al Estado español, capital Madrid, y por la fijación de la frontera con Francia en los Pirineos. Pero, desde el año 1986, fecha de la entrada de los estados ibéricos en la Unión Europea, las coordenadas de Cataluña han cambiado.

Desde entonces, nuestra capital de referencia es Bruselas y los Pirineos han dejado de ser frontera y aduana. Esta es la nueva realidad y, desgraciadamente, todavía no hemos tomado plena conciencia de ello, a pesar de que ya hace 37 años que la tenemos delante de las narices.

Al contrario. Los independentistas catalanes, con la cantilena del “derecho a decidir”, sembraron la cizaña que, en caso de ser imitada por otras regiones continentales con pulsiones identitarias, habría podido provocar el caos y la implosión de la Unión Europea. Afortunadamente, el proyecto secesionista fracasó.

La gran lección del proceso independentista es que se trata de una ucronía, nacida a la sombra de la independencia de la católica Irlanda, durante la I Guerra Mundial. Este fue el hecho inspirador de Francesc Macià, el “padre” del movimiento secesionista catalán, de ayer y de hoy. Pero, desde el año 1916, el mundo ha dado muchas vueltas: la II Guerra Mundial, la creación de las Naciones Unidas, la Guerra Fría, la caída del Muro de Berlín, la consolidación de la Unión Europea…

Obviar esta evidencia ha llevado al independentismo a un “cul-de-sac”, como se está viendo actualmente. Ya se sabía antes de empezar la tragicomedia del proceso, pero los hechos posteriores lo han constatado de manera contundente: la Unión Europea, que es un proyecto integrador, nunca aceptará el cáncer de la disgregación. Ni de Cataluña, ni de Euskadi, ni de Córcega, ni de la Padania. Punto final.

En cambio, Bruselas nos da una preciosa llave que encaja perfectamente con la esencia de aquello que es y quiere ser Cataluña: las eurorregiones, que son instituciones, reconocidas oficialmente y dotadas presupuestariamente, que reúnen a territorios vecinos y que, incluso, pueden pertenecer a estados diferentes.

El año 2004, por impulso del entonces presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, se constituyó la eurorregión Pirineos-Mediterráneo, de la cual forman parte, actualmente, Cataluña, Occitania y las islas Baleares. Pero aquello que habría podido ser quedó “enterrado” por la locura del proceso independentista, iniciado por el infausto Artur Mas.

Ahora, el presidente Pere Aragonès ha decidido retomar este hilo perdido y apostar firmemente por la eurorregión Pirineos-Mediterráneo. Así lo manifestó el pasado viernes en Toulouse, donde asumió la presidencia rotatoria de este organismo, que le corresponde ejercer durante los próximos dos años.

Cataluña viene del norte y tiene que volver a mirar y a actuar hacia el norte. Los seis millones de habitantes de Occitania -con ciudades como Toulouse, Montpellier, Narbona, Perpiñán…- tienen que pasar a ser nuestros socios preferentes en la construcción de un espacio económico, cultural y político europeo que tiene en los Pirineos no la frontera, sino la columna vertebral.

En este proyecto faltan dos patas para que pueda ser plenamente sólido y potente: Aragón y la Comunidad Valenciana. De hecho, Aragón formó parte de la eurorregión en sus inicios, pero el lamentable y patético conflicto de Sixena y de las obras de arte religioso del Museo Diocesano de Lleida acabaron provocando su salida.

La tormentosa historia de las relaciones entre Cataluña y la Comunidad Valenciana –marcada por el miedo y el rechazo de los valencianos a ser satelizados desde Barcelona- ha impedido que el debate de su posible integración en la eurorregión Pirineos-Mediterráneo se haya podido plantear hasta ahora. Pero todo llegará.

Una vez el eje ferroviario mediterráneo sea una realidad operativa –y ya estamos más cerca de que así sea- se reforzarán unas imparables dinámicas empresariales y comerciales sur-norte que harán inevitable su vertebración política e institucional. Además, la presencia de las islas Baleares, muy conectadas con València, en el núcleo actual de la eurorregión Pirineos-Mediterráneo favorece que esta integración pueda ser plausible a medio plazo.

La concreción de este espacio eurorregional, con la adhesión de Aragón y la Comunidad Valenciana, crearía una poderosa realidad geoeconómica y geopolítica, con una población de más de 21 millones de habitantes y un PIB conjunto de 600.000 millones de euros. También supondría “matar” de una vez todos los viejos traumas y “fantasmas” del pasado que todavía nos alteran (la cruzada albigense, Muret, el Tratado de los Pirineos, Almansa, el 11 de septiembre, la Guerra Civil, los pactos de la transición post-franquista…).

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