Cuando lo políticamente correcto impide pensar

Actualmente, emitimos, recibimos, leemos o visionamos más llamadas, mensajes y filmaciones que nunca en la Historia del humano. También hay hoy más que nunca personas que desde plataformas individuales o colectivas expresan con toda libertad (y también impunidad) sus opiniones, posiciones sociales y calificativos tanto de personas como de entidades públicas o privadas. Aparentemente no hay recato en expresar o mostrar al mundo de la web los cuerpos, deseos, miedos, actitudes y decisiones de consumo.

A pesar de ello, somos muchos a los que nuestro sentido común nos alerta de que cosas que antes se decían ya no pueden decirse o que no pueden decirse como antes se decían debido al corsé denominado “lo políticamente correcto”. Hoy, hay cosas que uno debe callarse o si las dice debe inmediatamente disculparse y no precisamente por haber mentido, calumniado o utilizado un lenguaje soez, sino simplemente debido a que un cierto grupo social “se siente” ofendido. Es decir, estamos viviendo un hecho inusual hace unas décadas: cada vez hay más gente que se ofende con más facilidad y cada vez hay más comentarios considerados como hirientes, irrespetuosos o que atentan a los derechos íntimos de las personas.

Sobre lo políticamente correcto hay que decir, en primer lugar, que no es algo absoluto, ni tampoco un compendio de normas morales emanadas de una ética filosófica ni de categorías axiológicas. Lo que puede considerarse como políticamente correcto se configura a partir de unas situaciones sociales y políticas cambiantes en el tiempo y en el espacio de las culturas y los territorios y, por tanto, en permanente transformación. Lo políticamente correcto es, en el mejor de los casos, un consenso sobre qué es aceptable en sociedad y qué no lo es.

Por tanto, más que a una lucha entre un corsé (lo políticamente correcto) y una mente que trata de expresar lo que piensa, a lo que asistimos es a una ampliación de la esfera pública y a una tensión democrática. Nos encontramos ante un proceso de apertura, de deliberación y, por tanto, de conflicto y de extrañeza. Decirle a una normalidad previa que ahora no es normal, ni neutral ni inocua no me parece ni inteligente ni civilizado, es simplemente conflictivo, incómodo o incluso violento y puede dar lugar a malentendidos. Hay que tener la valentía y la capacidad intelectual para asumir las consecuencias de tener palabra y de tomar la palabra más allá de su corrección política.

En Cataluña se ha tachado recientemente a rectores de universidad de «fascistas» por fomentar la libre confrontación de ideas, un intercambio intelectual que irrita a los “delicades” jóvenes independentistas. Si la corrección política impide el discurso libre, entonces ya no hay verdadero pensamiento ni debate fructífero. Es decir, si hoy permitimos que se impongan en los campus los estudiantes que no quieren confrontar ideas contrarias a las suyas (y lo mismo es extensivo a las redes sociales), lo que estamos impidiendo es que se cultive el verdadero pensamiento y la verdadera reflexión.

Quisiera decir con toda claridad que estoy en contra de la “corrección política” en cuanto que se erige en enemiga de la libertad. No hemos de permitir que la gente comience a reprimirse por miedo a la corrección política y a que todo el mundo se le eche encima por tener un pensamiento heterodoxo. ¿Acaso queremos una sociedad que prohíba toda disidencia en nombre de un mayor confort de las minorías? ¿Puede avanzar el pensamiento, y por ende la humanidad, si se extirpa la confrontación de ideas? La corrección política pudo ser un proyecto amable en su orígen, pero cada vez somos más los que pensamos que actualmente está limitando el discurso libre, el debate abierto y el intercambio de ideas. Lo políticamente correcto se opone a la libertad de expresión o en muchas ocasiones es una simple «excusa para censurar».

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