Seis mujeres catalanas

Hay una eclosión de mujeres catalanas, inteligentes y decididas, que pisan fuerte en este mundo tan masculinizado, competitivo y difícil que hemos heredado. El último ejemplo lo tenemos en el galardón del Oso de Oro que ha obtenido la directora barcelonesa Carla Simón en la Berlinale, por su película Alcarràs. Aprovecho esta columna semanal para felicitarla efusivamente y añadirme a la alegría colectiva que ha suscitado este reconocimiento internacional a la sabiduría y a la sensibilidad de su trabajo cinematográfico, realizado en catalán.

Días antes, la deportista Queralt Castellet, nacida en Sabadell, se colgaba la medalla de plata en la modalidad de half pipe de snowboard en los Juegos Olímpicos de invierno de Pekín. Y la futbolista Alexia Putellas, de Mollet del Vallès, era galardonada con el The Best FIFA, después de haber conseguido el año pasado el Balón de Oro.

Ante la expectación del mundo musical, está anunciada a comienzos de marzo la salida del nuevo disco de Rosalía, la creadora y cantante de Sant Esteve Sesrovires: Motomami. Esta artista ya atesora siete premios Grammys y se ha convertido en un fenómeno de masas internacional.

El relato procesista dice que «Cataluña ha sido derrotada» y que hay que «guardar el luto» hasta que llegue «un nuevo momentum» para acometer el «embate definitivo». Pues no. Carla Simón, Queralt Castellet, Alexia Putellas, Rosalia Vila…. son mujeres sin complejos que no necesitan dar explicaciones ni pedir perdón por hablar en catalán y demostrar su valía y triunfar.

La obsesión identitaria ha hecho mucho daño en Cataluña y nos ha acabado convirtiendo en una sociedad arisca, raquítica y paranoica. Contrasta esta amargura tenebrosa del independentismo político con la fulgurante luminosidad de estas cuatro mujeres, convertidas en paradigma de la fuerza regeneradora que todavía nos puede salvar.

Desgraciadamente, hay otras dos mujeres catalanas que, después de haber sido, durante algún tiempo, «esperanza blanca», son el reverso de la medalla: Ada Colau y Laura Borràs. La alcaldesa de Barcelona ha destruido la ciudad, en el espíritu y la forma. Su nefasta gestión del Ayuntamiento, dando dinero a espuertas a los «amiguitos» y «comprando» descaradamente a los medios de comunicación para intentar silenciar las críticas, es la peor expresión del populismo, aunque se disfrace de izquierdas.

Ada Colau tenía la oportunidad de convertirse en la Jacinda Ardern de Cataluña: una política surgida de la base, próxima, sensata, empática, valiente e imaginativa. La crisis de la pandemia y las grandes desigualdades sociales que hay en Barcelona eran su “prueba de fuego” y ha fracasado estrepitosamente. Escondida en su despacho, sin ningún dote de liderazgo, mal asesorada y pésima comunicadora, Ada Colau no ha estado a la altura de las grandes expectativas que acompañaron su llegada triunfal al Ayuntamiento, ahora hará siete años.

El diagnóstico es contundente y clamoroso: la ciudad ha perdido empuje, se ha degradado, está desorientada y ha caído en el fatalismo colectivo. Además, los lisérgicos experimentos urbanísticos de la teniente de alcalde Janet Sanz, pagados a precio de oro, provocan el rechazo y la exasperación de los vecinos. La lapidaria pregunta que surgió durante los años del porciolismo –Barcelona, ¿a dónde vas?- es más vigente que nunca.

Ada Colau tampoco ha sido capaz de liderar la integración metropolitana, la nueva realidad que da sentido y dimensión de futuro a la capital de Cataluña. Como presidenta del Área Metropolitana de Barcelona tenía la oportunidad de convertir esta institución en el nuevo centro de gravedad de su gestión e, incomprensiblemente, ha renunciado a ello. La imagen que deja la alcaldesa es la de una persona apática que no sabe ni le interesa ejercer responsabilidades de gobierno y a la cual el cargo le viene grande. Afortunadamente, pronto la perderemos de vista.

Por su parte, Laura Borràs es un bluf que no merece ostentar la presidencia del Parlamento de Cataluña. De hecho, si fuéramos un país democráticamente maduro, nunca tendría que haber conseguido la condición de diputada.

El caso de los contratos fragmentados otorgados a dedo, de manera totalmente irregular, a un amigo suyo –posteriormente condenado por tráfico de drogas y falsificación de moneda- la inhabilitaba de entrada para presentarse a las elecciones. Todo el mundo se rasga las vestiduras con el escándalo del hermano de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, pero Laura Borràs ha hecho exactamente lo mismo: aprovecharse del cargo, en su caso como directora de la Institución de las Letras Catalanas, para prevaricar y hacer tráfico de influencias. Las pruebas conseguidas por los Mossos d’Esquadra son definitivas.

Su perfil de «independentista de hierro» también ha quedado destrozado con su ridícula actuación en el caso del escaño del diputado de la CUP Pau Juvillà. Descargando las culpas de su cobardía en los funcionarios del Parlamento, ha destrozado su aureola de supuesta coherencia incorruptible con el «mandato del 1-O». Su única «heroicidad» ha sido suspender durante dos días el funcionamiento de las actividades parlamentarias, en un insólito secuestro, sin precedentes, de la máxima institución de autogobierno de Cataluña.

Laura Borràs tenía la oportunidad de dignificar su discurso y pasar a la historia presentando la dimisión. Pero no. Ha preferido preservar los privilegios de «reina» que tiene como presidenta del Parlamento antes que protagonizar un acto de «desobediencia», en concordancia con lo que predica y difunde a los cuatro vientos. Patética.

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