El final del “The end”o de las narrativas sin desenlace

Lo decía Aristóteles en su Poética: la narrativa tenía necesariamente tres tiempos, la presentación, el nudo y el desenlace. Obviamente la voluntad didáctica de las artes era clara y necesaria: había que mostrar los conflictos con el destino, las opciones morales, la fidelidad, el honor, la valentía, la injusticia… Había reforzar y construir ciudadanía en un mundo inestable y convulso (que Grecia sea un referente clásico, no quiere decir que fuera paradisíaco).

La narratología analiza -entre otros aspectos del estudio estructural de los relatos- los diferentes comportamientos de los receptores según la forma en que las historias son contadas. Estos comportamientos tienen interesantísimas conexiones con los tiempos históricos donde suceden, mostrando aquel complejo de ideas y sentimientos que llamamos “l’esprit du temps«.

Si los griegos necesitaban presentar un desenlace para construir y alimentar su paradigma ideológico y cultural, ¿qué narratología usamos nosotros y qué nos puede contar sobre nuestro «esprit du temps«?

Hasta la década de los sesenta (del siglo pasado), las películas acababan con un rótulo muy conocido, acompañado de un acorde mayor tocado por un tutti de la orquesta: The end. La historia había presentado unos personajes y una situación, había avanzado con la aparición de un nudo fruto de un conflicto, y este finalmente se resolvía en un desenlace, que durante mucho tiempo fue moralmente correcto y generalmente feliz: ganaban los buenos y se castigaban las conductas antisociales. Un ejemplo: Getaway (1972) de Sam Peckinpah narraba la historia de una pareja de malhechores que acababan escapando de la justicia. En los EEUU de aquellos años la crítica a la «buena moral» se estaba ya naturalizando, sobre todo con la nueva serie de directores fruto de las revueltas de los años sesenta (A.Pen, M.Nichols, J.Cassavetes). Pero en España no, y en su exhibición en los cines «patrios» se añadió una imagen congelada del inicio del film (que comenzaba con ellos en la cárcel) y una voz en off que informaba de su ingreso definitivo bajo la bota de la justicia. Y entonces sí: The end.

Justamente sobre los años sesenta empezaron a aparecer filmes sin el rótulo prescriptivo, filmes en España llamados de «arte y ensayo». Sencillamente la historia se dejaba de narrar, abriendo una interpretación abierta de la misma, lo que Umberto Eco estudió en su conocida Opera aperta (1962), dando un protagonismo al lector/espectador, haciendo que la polisemia fuera un enriquecimiento de la relación entre la obra y el receptor. Parece obvio que este protagonismo del receptor, esta pretendida polisemia estaban muy en consonancia con el «esprit du temps» de aquellos años de la contracultura, de las primaveras del 68, de un acoso a la antigua moralidad, y una marcada emancipación los ciudadanos, muy protagonizada por los jóvenes.

Y se nos olvidó el «The end«. Las películas acababan y ya está: los créditos finales deslizándose por la pantalla con su música, se encendían las luces de la sala (mala praxis), y la gente se levantaba de las sillas.

Ya lo hemos señalado: aquellos nuevos cineastas, con voluntad autoral (muy marcados por la renovación que supuso, entre otros, el neorrealismo italiano, el free cinema inglés, la nouvelle vague francesa…) abandonaron el protocolo de acabar los filmes con el rótulo «The end«. Las historias quedaban vivas, los interrogantes y las perplejidades existenciales, los dilemas morales… todo muy adecuado para aquella práctica del cine-fórum: el debate posterior al visionado de la película. Porque eran tiempos de compartir ideas, de construir imaginarios, de matar al padre y reinventar la idea de autoridad, de autor.

Y sí, ahora (década de los veinte del s. XXI) sigue sin aparecer el «The end«. Pero observamos que tampoco hay desenlace: muchas películas presentan unos personajes, una situación, aparece un nudo… y nos quedamos aquí. Es, en mi opinión, una narratología sin compromiso. Porque plantear un desenlace es mojarse, es implicarse en una respuesta, en una posible salida. La posmodernidad, muy positiva a la hora de poner en duda los dogmas modernos, ha dado paso a un relativismo moral, político y cultural donde está mal visto aportar soluciones o visiones unívocas (te pueden tachar de determinista -mal visto decir marxista-, de colonialista, de solucionista, de blanco hetero, etc.). Ahora se llevan historias sin un final concreto, muchas de ellas avaladas por la coartada de los elementos autobiográficos (como si toda biografía fuera interesante), o de hechos reales. Por ejemplo, un corto explica una violación en una ciudad de provincias, muestra el drama (desesperante y cruel) de la víctima, pero acaba sin implicar a nadie en su protección o en elementos que ayuden a combatir/proteger futuras agresiones (mal visto acabar denunciando en comisaría, o acudir a las oficinas de ayuda de la mujer, o mojarse en alguna solución). Eso sí, la crítica cinematográfica alabará la valentía de tocar este tema, ignorando, por ejemplo, El manantial de la doncella (1959), donde I.Bergman planteaba el tema, en un contexto medieval, con la complejidad de la brutalidad machista, la venganza y las dudas morales.

El fenómeno de las series también ofrece alguna pista. Historias-río, como la vida misma, que van planteando situaciones entrecruzadas (si no abiertamente paralelas), que se puntúan con «nudos» (llamados también turning points), que no ofrecen claros desenlaces (porque los guionistas deben seguir teniendo trabajo), dejando abiertas secuelas, precuelas y spin-offs, en función del éxito de audiencia. Hay excepciones: por ejemplo, Chernobyl (2019), donde hay una clara voluntad de dar una visión compleja y crítica ( los rusos quieren rodar su versión, si no lo han hecho ya), que permita aprender y revisar errores. Claro, es una miniserie de cinco capítulos (que podríamos considerar un largometraje expandido), que no permite secuelas ni precuelas, y que elabora magistralmente (con saltos temporales) la idea de Aristóteles: presentación, nudo y desenlace. (Evidentemente hay más ejemplos modélicos, de series, de largometrajes: aún nos quedan Ken Loach, Isabel Coixet, David Simon, Roy Andersson,.. . por ejemplo).

Películas sin desenlace, series que van abriendo puertas para no enfrentar al espectador al compromiso moral del desenlace, historias y autores que se jactan de no ofrecer respuestas, sino de plantear preguntas, como si esto fuera una bondad narratológica y ética… ¿no es eso nuestro y actual «esprit du temps«? No ocurre lo mismo en política? Presentación, nudo y… secuelas, precuelas y spin-offs; nunca la valentía de ofrecer un claro desenlace, una propuesta con sus riesgos y su verdad incómoda, aunque se pueda perder intención de voto. Pero no: política emocional populista y pendiente de la audiencia (y a poder ser, que dure muchas temporadas).

Estamos ante retos colosales: las generaciones jóvenes vivirán mucho peor, las tensiones sociales y vitales provocadas por la crisis climática, las injusticias flagrantes del postcapitalismo son casi inabordables. Y la mayoría de nuestros narradores (alimentados por el público, por la audiencia, no lo olvidemos) no se atreven a participar en el debate, en la formulación de soluciones posibles, en la implicación activa con la ciudadanía para que se empodere de un futuro complejo.

No, no hay «The end«. Quizás por que nadie lo quiere filmar: ya estarán todos los brazos, móvil arriba, grabando en directo el colapso. Y no serán necesarias ni plataformas ni cines para ver el resultado. Ni redes para colgarlo: la nube habrá petado.

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