Estos infelices años veinte

La obra de Karl Marx El 18º Brumario de Luis Bonaparte, escrita hace más de 170 años, comienza con una frase que se ha hecho famosa y que, si tenemos en cuenta la inmensa cantidad de veces que ha sido citada por todo tipo de historiadores y filósofos, aún conserva actualidad: «la historia se repite dos veces: la primera como una gran tragedia, y la segunda como una miserable farsa» (para Marx el golpe de estado de Louis Napoleón, en1851, fue una desdibujada imitación del mucho más potente efectuado en noviembre de 1799 por Napoleón Bonaparte).

La frase de Marx está inspirada en Hegel, para quien la historia siempre se repetía: basta pensar en los últimos eventos de la monarquía española, o de la Junta Militar de Birmania (por poner dos ejemplos más o menos recientes) para dar la razón tanto a Hegel como a Marx. Podríamos citar muchos más ejemplos: desde los cursos de doctorado otorgados repetidamente por universidades madrileñas a políticos de diversa obediencia, hasta cartas amenazantes suscritas por diferentes militares desobedientes. Resumiendo, historias, caricaturas de historias.

Valle Inclán, en el drama esperpéntico Luces de Bohemia, escrito en 1924, hacía decir al genial protagonista, el poeta ciego Max Estrella, mientras se paseaba por el Callejón del Gato madrileño (callejón donde había dos espejos deformantes, parecidos a los que se pueden ver en el parque de atracciones del Tibidabo) que el sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada, y concluía que España era una deformación grotesca de la civilización europea. La historia de un país como tragedia, como deformación trágica de otra historia sin espejos deformantes.

No siempre las historias, al repetirse, son una farsa de las anteriores; pueden ser también una tragedia, o en todo caso una farsa trágica: pensemos en estos años veinte que nos está tocando vivir y comparémoslos con los años veinte del siglo pasado, justamente llamados los «felices años veinte», o los «años dorados». Sin embargo, también fueron los años de entreguerras, pero esto aún no lo sabían los que protagonizarían la más cruel de todas las guerras de nuestra historia.

Susana Alonso

Hace aproximadamente una centuria que nuestros abuelos pasaron unos años veinte que, al menos en esta parte del mundo y para las capas altas de la burguesía, parecían felices: había terminado la gran guerra y los supervivientes mejor situados intentaron olvidar sus miserias sumergiéndose en un consumo más o menos desenfrenado, fomentado por nuevas técnicas financieras y animado por unos medios de comunicación que pretendían llegar a todas partes (la prensa, la radio, y también el cine, entonces mudo); fueron los años del art déco (un arte opulento nacido como reacción a la austeridad provocada por la guerra), de la puesta en circulación de las modelos que imponían determinadas modos femeninas, del auge de muchos espectáculos de masas (el baloncesto, el fútbol, ​​el cine, el teatro, los cabarets, los clubes de señoritas…) y, en literatura, de la «generación perdida» (Faulkner, Dos Passos, Scott Fitzgerald), de la muy destacada generación de escritores centroeuropeos (Kafka, Mann, Musil) y, entre nosotros, de la generación poética del 27 española (Lorca, Aleixandre, Cernuda).

Este sueño, que esencialmente fue importado de EE.UU., se acabaría a finales de la década de los años veinte del siglo pasado, con la pesadilla de la gran crisis bursátil provocada por un descontrolado endeudamiento de los particulares y de las empresas y una contagiosa locura bancaria. Esta historia también se ha repetido durante el presente siglo.

Por contraposición a estos años veinte pretendidamente felices, los nuestros son unos años veinte ciertamente infelices: un virus cuyo origen sigue siendo discutido casi dos años después de su aparición (se ve que no hay suficiente expertos independientes para averiguarlo), nos sigue amenazando de muerte, casi como un pistolero escondido. La mayoría de nosotros, aunque vamos armados de eficaces geles hidroalcohólicos y, como los personajes del far west, de diferentes y coloristas mascarillas, nos sentimos indefensos, solos ante el peligro de un ataque por sorpresa del maldito virus, del maldito pistolero, que parece que todavía tiene munición suficiente para acabar con buena parte de nuestros hombres enmascarados.

Y de momento Gary Cooper no da señales de vida. Ni tampoco Grace Kelly. Pero vendrán,  seguro.

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