La ‘poltronitis’ del rey borbón

El rey Borbón está enfermo, muy enfermo. Para sus allegados sufre una infección en los tejidos de la cadera izquierda que según los médicos sanará con una o dos intervenciones quirúrgicas con el fin de extraerle la prótesis maligna y sustituirla por otra. Para otros muchos –los desconfiados, ladinos e intolerantes de siempre- la enfermedad real es otra. Hablan, susurran o chismorrean sobre su origen especulando con sus síntomas más palpables: hinchazón, vértigo, somnolencia, cansancio y un dolor inaguantable que le impide caminar. Tiene un cáncer metastático de huesos, afirman. Pero sea cual fuere la patología que sobrelleve, ésta debe aumentarse con un padecimiento crónico de ‘poltronitis’, una enfermedad de mi invención que afecta a la mayoría de políticos consistente en un desequilibrio mental que les impide dimitir por dignidad haciendo mutis por el foro, o no renunciar al cargo que ostentan al final de su mandato dejándolo libre para que lo ocupe su sucesor.

Las causas habituales de la ‘poltronitis’ son la pérdida del poder en general. El extravío de las prebendas y privilegios de un cargo obtenido sin esfuerzo con la posibilidad de enriquecimiento injusto y el abandono forzoso del orgullo patológico inherente a la política. Pero en el caso del rey Borbón los fundamentos de su anormalidad psíquica no son los mismos. Para descubrir el quid de la cuestión debemos remontarnos a la historia del siglo XX y analizar tres hechos que, puestos en relación, nos despejarán este enredo, un politiqueo real de tal magnitud que a nadie hasta el momento se le ha ocurrido desvelarlo. Si quieren titulares se los daré. a) Juan Carlos ejerció su mandato como ‘sucesor de Franco a título de rey’ no como heredero de don Juan, el último monarca de la saga, b) antes de su coronación debió haber planteado un referendo al pueblo para decidir sobre la forma de Estado, monarquía o República, que no hizo y, por último, c) los redactores de la Constitución declararon a su instancia la inmunidad penal de la figura del monarca.

Juan Carlos nunca fue legítimamente rey por dos razones básicas: porque a la muerte del dictador debió haberse reinstaurado la República, lo que no se hizo, y porque, si se implantaba la monarquía, como así ocurrió, debió haber reinado su padre y no él. Como ya saben, Don Juan, padre de Juan Carlos y legítimo Rey de España para los monárquicos, no había abdicado al trono en favor de su hijo cuando éste fue coronado. Las malas lenguas afirmaron entonces que no lo haría nunca. De cualquier modo, don Juan no acudió a la ceremonia de coronación de su primogénito Juanito nombrado sucesor de Franco a título de Rey.

Juan Carlos desde los comicios de 1977 tenía una única obsesión: jurar la Constitución para resguardar de esta forma el poder absoluto. Era la única manera de paliar su asignatura pendiente, la de no haber convocado un referéndum para preguntar al pueblo si prefería como sistema de Gobierno, la República o la Monarquía parlamentaria. La Constitución tenía que garantizar la bandera de los colores nacionales, la unidad de España, las Fuerzas Armadas y, por encima de todo, la figura del Rey. Para avalar la inclusión de la indemnidad que quería para el jefe del Estado en el proyecto constitucional nombró de extranjis (no podía hacerlo de otro modo) a los ‘siete padres de la Patria’ -Herrero de Miñón, Pérez Llorca, Gabriel Cisneros, Peces Barba, Solé Tura, Fraga Iribarne y Roca Junyent- para que se encargasen de su redacción. Asimismo designó a dedo –a dedo real, para ser más exacto- a 41 senadores de su confianza. Aunque, algunos, como Xirinacs, le salió rana.

Juan Carlos quería que los padres de la patria redactasen un artículo que dijera: ‘la persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad’. Y otro, que instituyera la monarquía parlamentaria como forma política del Estado, la cual estaría protegida -al igual que el orden público- por el ejército cuyo mando supremo le correspondería a él. Y así fue como quedó plasmado en el papel. Juan Carlos se había salido con la suya. Cuanto menos al rey Borbón, mientras fuese rey, no se le iba a poder juzgar, hiciera lo que hiciera y dijera lo que dijese. La monarquía seguía siendo un despotismo ilustrado. Juan Carlos logró que se aprobara una Constitución que, según él y los suyos, validaba un sistema político en apariencia democrático, de buena cara frente al exterior, pero controlado desde sus orígenes por el Ejército y por los poderes fácticos de la extrema derecha que con el tiempo derivaron en una penosa y fatigante oligarquía liderada por los dos grandes partidos gubernamentales, el PSOE y el PP.

Estas son a grandes trazos las tres causas de la ‘poltronitis’ real. La falta de legitimidad, la inexistencia de un referendo y la pérdida de su inmunidad. Piensa que si cede la poltrona a su hijo Felipe puede romper la paz social. Pero, para él, lo más importante es que si abdica podrá ser juzgado y condenado como un ciudadano más a denuncia de cualquiera. Por eso no lo hace. Juan Carlos sabe que hasta ahora la inmensa mayoría de los ciudadanos de este país ha creído de buena fe que ha impulsado y protegido la democracia como nadie en España y que su largo reinado ha servido para estabilizar un régimen de libertades y un Estado de derecho en la católica España. Pero ahora las cosas han cambiado. Las cuentas no cuadran, y nadie lo puede investigar si sigue ostentando la corona. Es un comodín que no puede perder. ‘La figura del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad’, dice el famoso artículo 56.3 de la Constitución, pero no su persona. La única forma de conocer las comisiones millonarias que percibe, las tramas financieras en las que está implicado, es descubriendo los escándalos de corrupción protagonizados por empresarios y personas de su máxima confianza como Javier de la Rosa, Manuel Prado de Colón y Carvajal, José María Ruiz Mateos, Mario Conde o Iñaki Urdargarin. De todos estos fraudes solo seguirá siendo inmune mientras mantenga la testa coronada.

Hoy son miles y miles de ciudadanos que viven de la caridad y duermen en la calle, mientras que otros subsisten como pueden sin ingresar un solo euro. El Rey Borbón, haciendo gala de un fariseísmo endémico cada vez más acentuado, dijo hace pocos meses ‘que le quitaba el sueño que miles de jóvenes estén en paro’. Lo hizo al tiempo que se marchaba en secreto a Botsuana, un país Africano, a matar elefantes. La cacería descubierta casualmente por el regreso anticipado del monarca para ser intervenido en Madrid por un percance que sufrió en el campamento, alcanzó niveles de escándalo, con debates televisivos inclusive. Hubo críticas hacia él por abatir varias piezas y se reivindicó a la República como forma de gobierno. Juan Carlos no solo hizo un daño irreparable a la institución monárquica sino también a la imagen exterior de España.

Sin embargo el pueblo al fin se ha convencido de que Juan Carlos no es más que el último monarca de la saga de los Borbones. ‘Una banda, según el coronel Martínez Inglés, de estafadores, borrachos, puteros, idiotas, descerebrados, ninfomaníacas, vagos y maleantes que a lo largo de los siglos han conformado la foránea estirpe real borbónica culpable del atraso, la ignorancia, la degradación, la pobreza, el odio y la miseria de centenares de generaciones de españoles’. Creo fehacientemente que el poder absoluto lo debe recuperar el pueblo a través de la República. Si una sociedad es un conjunto de hombres y mujeres libres y no una reunión de borregos que siguen a ciegas a su pastor, la ciudadanía es la única fuerza que está legitimada para mandar sobre si misma, para ostentar el poder y para decidir sobre su destino. Porque la democracia es, entre otras cosas, la forma de autogobierno de un pueblo adulto que solo tiende a resguardar los derechos de sus ciudadanos ya sean éstos individuales o colectivos.

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