Una aproximación psicológica al odio israelí

En 1983, el periodista y escritor escocés Neal Ascherson entrevistó al nazi Klaus Barbie, apodado El Carnicero de Lyon, que torturó hasta la muerte al combatiente de la Resistencia francesa Jean Moulin. Rememorando aquel crimen, Barbie confesaba: “Cuando interrogué a Jean Moulin, tuve la sensación de que él era yo”. El episodio lo refiere Arno Gruen, uno de los psicólogos sociales más prestigiosos de Alemania, en su libro El extraño que llevamos dentro (Arpa & Alfil Editores, 2019), en el que investiga el origen de odio y la violencia en las personas y las sociedades.

Esclavos en el antiguo Egipto; sometidos al Imperio Romano, quien los derrotó y dispersó; recluidos en  guetos infectos; víctimas de pogromos; exterminados de manera industrial por la Alemania nazi. He aquí un resumen sucinto de la historia de los judíos: un pueblo odiado, perseguido, masacrado. Por eso resulta sorprendente la inversión de papeles que está ocurriendo actualmente en Gaza, y desde hace décadas, en Oriente Medio: ¿Cómo es posible que la víctima se haya convertido, a su vez, en victimario? ¿Cómo es posible que quien padeció el Holocausto -y, por tanto, debería ser más comprensivo y empático con el dolor ajeno- inflinja el mismo daño a otro pueblo?

Susana Alonso

Nos encontramos ante un fenómeno que va más allá de una simple guerra: estamos ante una verdadera enfermedad del odio. Un encarnizamiento que sólo contempla -utilizando el término acuñado, paradójicamente, por el verdugo por excelencia de los hebreos, Adolf Hitler– la solución final, es decir, la eliminación física del adversario. No es un odio nuevo, ni privativo de culturas ajenas a la occidental: lo experimentamos en la culta y bien alimentada Europa, no sólo con la Alemania nazi, sino recientemente en la península de los Balcanes. (Inciso: causa pavor comprobar que ni la cultura ni el bienestar económico garantizan que el ser humano no caiga en sus pulsiones más sórdidas e irracionales). En todo caso, un odio de semejante magnitud necesita, por fuerza, de una aproximación psicológica. Y aquí es donde entra en juego el enfoque de Arno Gruen quien, a propósito de las palabras de Klaus Barbie, declara en su libro: “El odio a los demás siempre tiene algo que ver con el odio a uno mismo. Si queremos entender por qué las personas torturamos y humillamos a otras personas, antes tenemos que analizar lo que detestamos en nosotros mismos. Pues el enemigo que creemos ver en otras personas tiene que encontrarse originariamente en nuestro propio interior. Queremos acallar esa parte de nosotros mismos aniquilando a ese otro que nos la recuerda porque se parece a nosotros”.

Por tanto, desde mi ignorancia: ¿no sería posible que cuando Israel detiene, humilla, tortura y mata a palestinos no esté expiando sus propios fantasmas? ¿Es decir, que cuando odia al palestino no esté odiando al mismo tiempo al judío masacrado y perseguido que siempre fue, sea en Roma, Rusia o Auschwitz? ¿No es acaso su adversario el espejo al que no soporta mirarse, porque le devuelve su propio reflejo, el de alguien que no quiere volver a ser, por nada del mundo?

Eso no es todo. En su obra, Gruen aborda un aspecto que también puede ofrecernos una explicación: las luchas fraticidas. Y a este respecto cita una significativa pregunta que se hace el escritor, académico y ex-político canadiense Michael Ignatieff:  ¿Por qué los hermanos se odian con más vehemencia que los desconocidos?  Pregunta a la que sigue esta reflexión: “Cuanto más cercanas son las relaciones entre grupos humanos, más hostiles son, previsiblemente, esos grupos unos con otros. Son los puntos en común lo que hace que las personas luchen entre sí, no las diferencias”. Es poco probable que entre un chino y un noruego se den grandes conflictos. La falta de relaciones de proximidad, las diferencias abismales y evidentes entre ambos (que hacen innecesario que ninguno de ellos necesite “marcar territorio”), anulan, o al menos aminoran de forma ostensible, las posibilidades de litigio. Pero, ¿qué hay de los árabes y los israelíes, pueblos que no sólo han compartido durante largo tiempo un mismo territorio, sino que además mantienen estrechos vínculos de sangre, al descender de un mismo linaje, el del patriarca bíblico Abraham? No nos engañemos: pese a que podamos tener la impresión de que unos y otros se hallan en las antípodas, lo cierto es que sólo aquellos que tienen algo muy profundo y esencial en común pueden odiarse con tal saña y pasión.

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