El reino animal…o nosotros

Inevitablemente que caeré en algún espóiler, pero la película El reino animal (2023, Thomas Cailley) me ha provocado alguna reflexión que deseo compartir.

Siempre me ha interesado la capacidad de las narraciones cinematográficas de, más allá de sus concretos relatos y protagonistas, evidenciar unas preocupaciones que podríamos definir con el concepto acuñado por Jung de “inconsciente colectivo”. Es decir, una capacidad de convertir en metáfora social las narraciones más allá de su argumento concreto. Por ejemplo, la aparición de la saga de Jurasic Park (año 1993) con su empatía con unas especies desaparecidas fruto de un cataclismo. Mientras se concebía y rodaba la película, tenía lugar la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro (junio 1992) donde se daba definitivamente el toque de alerta respecto a la sostenibilidad de nuestra especie (mucha gente sigue desviando el tema a la sostenibilidad del planeta: este continuará más allá de nosotros, hagamos lo que hagamos). Podríamos seguir ejemplarizando esa capacidad de lo cinematográfico de, ya que ha sido definido como la fábrica de sueños, ser capaz de evidenciar esas pesadillas del inconsciente colectivo.

Está claro que la crisis climática genera una enorme ansiedad, ecoansiedad le llaman. Y esa ecoansiedad (Greta Thunberg sería un muy buen exponente) tiene su núcleo en la inevitabilidad de un problema que no sabemos manejar, que durante mucho tiempo hemos querido ignorar/negar. El oscarizado documental “Una verdad incómoda” (2005, D. Guggenheim) más allá de su bondad basada en un excelente guión (y presencia) de Al Gore, acertaba plenamente en su título. Y esa es la principal causa de toda ansiedad: enfrentarse a una verdad incómoda.

El reino animal plantea una Francia actual donde una extraña enfermedad hace que determinados individuos se conviertan en animales, una especie de “licantropía” colectiva que adopta todo tipo de variantes: pájaros, reptiles, lobos, etc. Eso conlleva a un estado de tensión social (me abstengo de desarrollar la interesante relación padre-hijo que conduce el film) entre el miedo/terror de esa mutación y las decisiones para afrontarlo.

Esa mutación juega el papel de un MacGuffin; es decir, un elemento de intriga que nos hace avanzar la trama a la espera de ser desvelado, pero que luego se diluye sin ser aclarado, despreciando su efecto desencadenante. Es decir, seguimos la película con sus historias y sus ramificaciones, pero nunca atacamos la pregunta principal: ¿porqué se ha activado esa mutación, esa enfermedad?.

Thomas Cailley dice «con la emergencia ecológica actual, creo que es vital inventar nuevas narrativas que exploren nuestras interacciones con el resto del mundo vivo e imaginar nuevas fronteras». Aquí aparece el desencadenante del guión: una supuesta preocupación ecológica, escorada hacia el especismo, como voluntad de compartir el planeta en pie de igualdad, ya que los nuevos “animales” que aparecen, tienen orígenes humanos. Un joven ingenuo plantea una buenista relación de convivencia con estos nuevos animales (por otro lado nada amistosos), mientras que el grueso social plantea su aislamiento terapéutico o, directamente, su exterminio.

Pero lo dicho: ni un fotograma gastado en plantear porque pasa lo que pasa. Y así acaba la película con un escapista final donde el adolescente protagonista (en pleno proceso de mutación) huye al bosque donde esos “nuevos animales” sobreviven.

Estamos en plena época con fenómenos que, en mayor o menor medida, nos acongojan, o directamente nos aterran: la transformación de la juventud y de clases sociales hasta hace poco moderadas o de izquierda en adictos a la extrema derecha mas radical, la inclinación por parte de los adolescentes a la faceta más machista de una sexualidad depredadora, a monstruosidades políticas de enfrentamiento entre países con sus consecuentes matanzas que superan nuestra imaginación, o a nuestra posición desesperada (“la humanidad ha abierto las puertas del infierno”, António Guterres) delante de la crisis climática. Y como un MacGuffin dejamos que avance la película sin preguntarnos seriamente cuál es el origen y las responsabilidades de estas “mutaciones”, de esta licantropía social.

Sí, el reino animal nos está ganando en su versión menos empática. ¿Dónde abandonamos aquella capacidad humana del conocimiento, del debate y de la acción compartida y solidaria?

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