Somos 8 millones

Una nueva Cataluña está emergiendo en nuestros pueblos y ciudades. Una Cataluña como nunca la habíamos visto, multicolor y multilingüe, una mezcla de gente nacida aquí y de recién llegados del resto de España (15,2%), de Europa y de los otros cuatro continentes (21%). Esta es la Cataluña de los 8.005.744 habitantes que, según datos del Instituto de Estadística (Idescat), vivimos aquí a fecha del 1 de noviembre del 2023.

Si a inicios del siglo XX, la población de Cataluña era de unos 2 millones de habitantes, las grandes oleadas migratorias de los años 60-70 del siglo pasado y la que se produce a partir del año 2000 han hecho que. La el número de habitantes se haya multiplicado por cuatro, a pesar de la enorme catástrofe demográfica –muertes y exiliados– que significó la Guerra Civil primera oleada migratoria fue protagonizada, sobre todo, por personas procedentes de las zonas depauperadas de España. La segunda, por migrantes llegados de países empobrecidos, en especial del Magreb y de América Latina.

La piel de Cataluña ha cambiado. ¿Esto es bueno? ¿Esto es malo? Toda avalancha migratoria provoca, de entrada, situaciones de conflictividad social, relacionadas con la falta de documentación de muchos migrantes para poder trabajar, las dificultades para encontrar un techo, los problemas de adaptación a la nueva realidad, la tentación de la delincuencia para ganarse rápidamente la vida…

Pero está constatado que, a medida que pasan los años y estas personas tienen trabajo estable, forman una familia…, su integración se normaliza y llevan una vida pacífica en comunidad. Sus descendentes socializan y se forja y consolida así una nueva identidad colectiva, evolución de la anterior y, obviamente, diferente.

La migración tiene su cara positiva: vivifica a las empresas, dinamiza el mercado laboral, cubre los trabajos más duros e ingratos, incrementa las bases de cotización a la Seguridad Social, fortalece los cimientos del Estado del bienestar… Siempre hay excepciones y hay gente recién llegada que intenta abusar de las ayudas sociales que se dan a los más necesitados, pero la inmensa mayoría llega aquí para trabajar y prosperar en paz y con dignidad.

Por supuesto, todos ellos son catalanes, desde el momento que deciden arraigar su vida aquí y asumen que forman parte de un territorio histórico con valores democráticos. Sus hijos, cuando vayan a la escuela, tienen que recibir la educación en catalán, haciéndola compatible con el español y con una tercera lengua, como puede ser el inglés.

Hay una tendencia a dramatizar la pérdida de riqueza del vocabulario y de los acentos locales de la lengua catalana. Pero este es un proceso inexorable en la evolución de todos los idiomas. Si no, todos hablaríamos todavía en el latín de Cicerón. No nos tiene que dar miedo ni tenemos que escandalizarnos por la supuesta degradación del catalán: los 8 millones de habitantes, de procedencia plural y de culturas diversas, que vivimos aquí estamos cristalizando, de manera permanente y dinámica, una nueva manera de ser y de sentirnos catalanes.

Lo que es fundamental es el concepto de ser una sola sociedad, asumiendo todas las particularidades y diferencias que hay. Caer en el comunitarismo, es decir, en la cohabitación de “guetos” que hacen vida aparte (los catalano-catalanes, los andaluces y sus descendientes, los marroquíes, los pakistaníes, los argelinos, los chinos, los argentinos, los dominicanos, los senegaleses…) es un grave error que nos empobrece y nos debilita.

El gran reto de la Cataluña de los 8 millones es fomentar, precisamente, el trabajo y la convivencia en común: la mezcla, el “melting pot”, como pasó con la emigración de los 60-70, hoy perfectamente incrustada en nuestra sociedad, aunque muchos no hablen en catalán.

Este crecimiento demográfico que vivimos, gracias a los migrantes, también tendría que servir para promover el reequilibrio territorial. En los siglos XIX y XX, Cataluña sufrió una extracción de población, de los valles pirenaicos y de las zonas rurales hacia las grandes conurbaciones de Barcelona y del litoral, que focalizaron la industrialización del país.

Tenemos una “Cataluña vaciada” que, en la perspectiva actual, se ha convertido en una tierra de oportunidades. Pueblos, campos y bosques abandonados presentan un potencial de desarrollo económico que, a buen seguro, resulta muy interesante para los recién llegados que buscan una vida mejor y que están dispuestos a dejarse la piel y a arriesgar. En este sentido, hace falta que la Generalitat invierta en las infraestructuras necesarias (vías de comunicación, telecomunicaciones, servicios básicos…) para facilitar la repoblación de las comarcas rurales y de montaña.

Hoy ya vemos cómo los barrios antiguos e históricos de nuestras ciudades, de los cuales habían desertado las familias de toda la vida para ir a pisos y chalés de más calidad, están habitados por migrantes, que encuentran precios de alquiler accesibles. Es gracias a ellos que estos núcleos, de gran valor patrimonial, han recuperado la vida y no se han convertido en un montón de ruinas.

La nueva realidad demográfica y sociológica que tenemos -de la Cataluña de los 6 millones de Jordi Pujol a la Cataluña de los 8 millones de Pere Aragonès- obliga a un profundo replanteamiento ideológico y político por parte de los intelectuales y de los partidos. En este contexto, el nacionalismo catalán, que ha sido la fuerza “mainstream de los últimos 40 años, tiene que hacer una reflexión y una inflexión para adaptarse a los nuevos tiempos, si no quiere caer en el radicalismo identitario fascistoide o en la marginalidad.

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