Un peligro llamado Carles Puigdemont

Yo ya no sé qué pensar. Parece que todo se olvida rápidamente, que ya no se analiza nada, que ya ni nos importa que aquel que se fue escondido en un maletero hacia Bélgica esté haciendo mítines en un sitio como Argelers, símbolo de la memoria, símbolo también de la vergüenza, de refugiados que esperaban la libertad y se encontraron en un campo de concentración al aire libre. O Puigdemont no tiene ni idea o tiene una personalidad perversa que juega con los sentimientos de las personas. De hecho, la palabra «exilio» sigue siendo utilizada por un individuo que nunca mostró ninguna empatía con los que huían de la dictadura, salvo si estos eran catalanes.

Hace unos días me encontré con unos ex-alumnos que me reconocieron en un bar. Habían pasado casi cuarenta años desde la última vez que nos vimos y me dijeron que estaba igual que cuando les daba clase. Creo que me salió una sonrisa de satisfacción que ellos captaron enseguida, pero lo que me sorprendió es el recuerdo que tenían de mí, agradeciéndome el hecho de hablarles en catalán desde el inicio de su escolaridad. Ellos, como yo mismo, eran hijos de inmigrantes del sur de España y vieron en el catalán una forma de integrarse en la Cataluña donde habían nacido; también la posibilidad de ascender socialmente, aunque de esto se dieron cuenta más tarde.

Cómo ha cambiado la cosa, me dijo uno de ellos. De hecho, aunque no se arrepentían de un conocimiento de la lengua catalana que les permitía desenvolverse bien en la conversación diaria, mostraban su rechazo a imposiciones, a desprecios por parte de personajes como Puigdemont que, intencionada y malévolamente relacionaban la lengua con una opción política, con la independencia, con una partición de la sociedad que nos dolía a todos y todas. La conversación derivó en una especie de resignación, de confesiones diversas en las que no faltaron las alusiones a la pérdida de relación con familiares y amigos por culpa de gente como Puigdemont, ejecutores de la fractura social que niegan en público, pero que siguen fabricando en privado.

Me sorprendió el análisis que uno de ellos realizó sobre la ubicación de ciertos centros comerciales y tiendas de capital catalán y donde se suele vender la parafernalia filofascista del 11 de septiembre, en barrios de mayoría catalanohablante, un hecho del que yo no era consciente. Se había dedicado a realizar una búsqueda exhaustiva por toda la geografía catalana de comercios, especialmente de alimentación, y dónde estaban situados, descubriendo, que ciertas marcas comerciales ignoraban barrios castellanohablantes e incluso ciudades enteras donde esta lengua era la mayoritaria. De hecho, me mencionó la situación en Bélgica, país querido por Puigdemont, donde la fractura entre francófonos y neerlandeses es tan evidente como desastrosa a nivel social. Desgraciadamente, el símil que establecía era una constatación de hacia dónde camina el político fugado, con ese mesianismo típico de las dictaduras, con un discurso típicamente fascista, claramente desintegrador, impulsando una idea de país donde la libertad pase exclusivamente por la utilización de una sola lengua y, si esto no es posible, al menos, poder encerrarse en colectividades donde no llegue la contaminación española.

Me senté y, mientras tomaba mi café, las palabras de aquellos chicos que se habían hecho adultos rápidamente, bullían en mi cabeza. El eslogan de Junts-Puigdemont, «tenemos derecho a vivir plenamente en catalán» no está elaborado desde la concordia, desde el consenso o desde la fraternidad. Es, como todo lo que rodea a estos fanáticos, hecho desde la rabia, desde la ignorancia; también, desde el oscurantismo más rancio, desde la imposibilidad, querida o no, de empatizar con la ciudadanía de Catalunya, con toda ella, con la pluralidad de un país que valora plenamente su cultura, pero que no quiere imposiciones ideológicas de ningún tipo.

Puigdemont y los suyos no están muy lejos de Sílvia Orriols y su Aliança Catalana; de hecho, pertenecen al mismo estatus social: catalanes con pasta, la misma burguesía de siempre que nunca ha visto con buenos ojos que hijos de castellanohablantes se integren en este país aportando diversidad y apellidos que hacen daño a la vista. El primero, hispanófobo, la segunda, islamófoba; ambos, basando sus discursos en el odio, en esto coinciden plenamente.

Barrar el paso al fascismo está en nuestras manos. No pasarán.

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