Besos robados…

Pensaba que la maldecida pandemia habría servido, al menos, para valorar aspectos como el espacio vital de cada uno. Dicen que la distancia personal, la que nos damos todos en relaciones más o menos amistosas, es de unos 46 centímetros -la alargada de un brazo…-, y la íntima, la que sólo regalamos a unos pocos privilegiados, roza los 15. Durante la pandemia ensanchamos las distancias y después, cuando chocábamos los puños para saludarnos, parecía que habíamos aprendido a no ser tan invasivos, a no darnos besos a no ser que las dos personas se avengan. A pesar del rebrote veraniego, que nos recuerda que nada ha terminado, los humanos hemos vuelto a las viejas costumbres, las que vulneran el preciado espacio vital de cada uno.

Recordaba el otro día el mítico beso robado de Times Square, el del marinero a una enfermera para celebrar el fin de la Segunda Guerra Mundial. Durante décadas, ese beso, que celebraba la derrota de la Alemania nazi, se convirtió en un icono, incluso romántico. Las cosas fueron más o menos así: era el 14 de agosto de 1945, el marino George Mendonsa se encontraba en un bar junto a su pareja, Rita Petry, con quien años después se casaría; bebió y salió a andar por Times Square, donde se anunció la noticia sobre la rendición de los japoneses; en ese momento, encontró a la enfermera Greta Zimmer Friedman, a la que no conocía, y la besó. Años más tarde, Zimmer concedió una entrevista al New York Post donde reveló el abuso: «Aquel hombre era muy fuerte, yo no le besé, él me besó».

Me ha hecho pensar, salvando las distancias, en el penoso episodio del presidente de la Real Federación Española de Fútbol, Luis Rubiales, que para celebrar que la selección había ganado el Mundial Femenino 2023, y después de agarrarse los genitales en el palco como señal de vete a saber qué, besó a la jugadora Jenni Hermoso, también como hizo Mendonsa con Zimmer años atrás, a la fuerza y sin consentimiento. Lo justificó también en términos de celebración. Algo reprobable porque no contaba con la aprobación de la jugadora, que, en un mundo normal, no es el caso, habría comportado la destitución ipso facto del energúmeno. Lo triste es que, como suele ocurrir en estos casos, ahora todo el mundo sabía que Rubiales era (es) un australopiteco, un espécimen de machista que, desgraciadamente, está lejos de la extinción. Hay más Rubiales… Unas manzanas podridas, que hay que apartar de la cesta antes de que pudran las otras. Celebro, sin embargo, que al menos ahora, después del indeseable episodio, en general (no todo el mundo, ¿verdad Joan Laporta?) la condena haya sido clara, a pesar de que el personaje se resiste a dimitir.

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