Los dramas de la guerra y las comedias de la paz

La historia de la humanidad, hemos leído más de una vez, es la historia de las guerras de unos hombres contra otros: guerras convencionales, civiles, de invasión, armamentísticas, psicológicas… También es cierto que hay períodos más o menos largos de tiempo donde las guerras quedaron reducidas a su mínima expresión, como por ejemplo los años de la Pax Augusta, los tiempos medievales de Paz i Tregua, los 30 años gloriosos de la pasada posguerra, aunque vistos con perspectiva, todos ellos fueron también períodos de paz armada.

Por desgracia, estas paces y treguas no suelen ser demasiado largas: es como si los humanos necesitáramos un tiempo de descanso después de cada guerra, para rearmarnos y poder combatir de nuevo: así pues, la paz no sería otra cosa que un tipo de paréntesis entre dos guerras.

Personalmente me niego a creer que los humanos -que todos los humanos- estemos destinados a hacernos la guerra, a pelearnos. También lo dudaba el comediógrafo Aristófanes, nacido en Atenas en el año 444 antes de Cristo. Este autor fue un acérrimo defensor de la paz después de las largas guerras del Peloponeso y dedicó algunas de sus comedias –Los Acarnienses, Los caballeros, La Paz– a defender, por medio de personajes que hoy nos pueden parecer estrafalarios, esa arma tan delicada de la paz.

Los protagonistas de estas obras son gente que se encuentra al margen de las intrigas políticas, y los enemigos de hacer las paces son los fabricantes de armas, los jefes militares, los políticos agresivos, los delatores profesionales y los aspirantes a cargos públicos. Más o menos, los mismos belicistas que podemos encontrar en el mundo en este siglo XXI.

Sin embargo, Aristófanes también considera responsable de los dramas de la guerra al pueblo de Atenas: su egoísmo, su vanidad, versatilidad y credulidad, que facilitan la actuación impune de los belicistas.

El protagonista principal de la comedia Los Acarnienses, Diceópolis, es un campesino refugiado en Atenas por culpa de la guerra: odia a sus enemigos, pero sobre todo añora los tiempos normales: quisiera disfrutar de la vida como antes de la guerra, por lo que se problema mayor fuera que le invitaran a un banquete de boda. En un momento de la obra se dirige a la Asamblea y dice: «Vengo decidido a gritar, a insultar si es necesario a los oradores si alguien habla de otra cosa que de la paz». Es difícil no suscribir ese pequeño discurso de Diceópolis.

Las comedias de Aristófanes son también un canto a Eros (la libertad de expresión en este sentido era muy grande), en contraposición a Tanatos, a la muerte, a la guerra. Así, en la escena final de la obra aparece Diceópolis, después de haber bebido unas cuantas copas, acompañado de dos bailarinas, diciendo: “Qué tetitas, qué duras, como membrillos/besadme tiernamente, joyitas mías/la boca abierta y a tornillo (…)”. No me cabe duda: siempre es preferible un beso largo que cualquier guerra, por breve que sea.

¿Estamos condenados a repetir los dramas de la guerra en cada generación, como si de una maldición bíblica se tratara? A estos dramas, más que a las comedias de la paz, se refería el poeta vasco Gabriel Celaya: “Levantan sus banderas, sus sonrisas, sus dientes/ sus tanques, su avaricia, sus cálculos, sus vientres/ y la belleza ofrece su sexo a la violencia”.

También José Ángel Valente, en el poema titulado La concordia, nos habla con justa ironía (privilegio de algunos poetas) de su tiempo y del nuestro, de ahora mismo “Se reunió en concilio al hombre con sus dientes / examinó su palidez, extrajo/ un hueso de su pecho: Nunca, dijo/Jamás la violencia (…) Llovió el invierno a mares, lodos, hambre/navegó la miseria a plena vela/ Se organizó el socorro en procesiones/ de exhibición solemne. Hubo más muertos/Pero nunca, jamás la violència”.

Después de cada batalla, estamos acostumbrados (nos han acostumbrado) a representar la comedia de la paz, a fumar la pipa de la paz, como hacían los nativos americanos, sabiendo que estamos abocados a volver a representarla muchas veces más. A menos que, como piensa Norberto Bobbio en un artículo sobre el problema de la guerra, frente a la posibilidad de la guerra atómica, nos consideremos obligados, todos juntos, a ser objetores de conciencia, ya que éste es el tema fundamental de nuestro tiempo .

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