La lacra de la corrupción: de Pujol a Borràs

El juicio a la expresidenta del Parlament, Laura Borràs, ha permitido constatar las graves irregularidades administrativas que cometió durante su etapa como directora de la Institución de las Letras Catalanas (ILC). Ante la contundencia de las pruebas aportadas por la investigación dirigida por los Mossos d’Esquadra y la Guardia Civil, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) la ha condenado a 4,5 años de cárcel y a una pena de inhabilitación de 13 años.

En cualquier país democrático -donde, recordemos, hay ministras que han dimitido por comprarse unas chocolatinas con cargo al erario público-, el caso de Laura Borràs hace tiempo que estaría cerrado y resuelto, con su expulsión fulminante de la política. La prevaricación y la falsificación de documentos públicos son delitos muy graves que merecen un rechazo absoluto y el político que es pillado con las manos en la masa debe dimitir de manera irrevocable.

Pero no: Catalonia is different. Con la excusa que el Tribunal Supremo todavía no ha resuelto el recurso contra la sentencia del TSJC y amparándose en el estrambótico argumento que se trata de un caso de lawfare porque Laura Borràs es independentista, la expresidenta del Parlamento se niega, con dientes y uñas, a dejar el escaño, ni aunque así lo haya decidido la Junta Electoral Central (JEC), aplicando el mismo precepto jurídico que con Quim Torra y Pau Juvillà.

Por mentalidad social y por tradición política, en Cataluña hay espacio para un partido nacionalista de centroderecha, como representan Junts, su antecesor Convergència o la Lliga Regionalista de Enric Prat de la Riba y Francesc Cambó, antes de la Guerra Civil. También tienen cabida organizaciones políticas que promuevan la independencia, desde el originario Estat Català de Francesc Macià –inspirado en el modelo irlandés-, a la Esquerra Republicana de Oriol Junqueras, la CUP o el sector octubrista de Junts.

Pero el nacionalismo-independentismo de centroderecha tiene una asignatura pendiente que tiene que superar de una vez por todas: en nombre de Cataluña no todo vale. Hay que tener muy claro y marcado a fuego que la corrupción es el principal enemigo de la democracia y la gasolina que impulsa a los populismos autoritarios.

El régimen de Jordi Pujol promovió y toleró la corrupción y ésta fue la causa de la destrucción de su biografía y de su proyecto político. Si Cataluña fuera una sociedad democrática sana, el estallido del caso Casinos (1989) debería haber significado la dimisión de Jordi Pujol y de quien entonces era su mano derecha, Miquel Roca Junyent, el secretario general de Convergència Democràtica (CDC).

Recordemos los hechos: Jaime Sentís, director financiero de Casinos de Cataluña, denunció, con todo tipo de pruebas y detalles, que esta empresa había financiado ilegalmente a CDC y había hecho importantes aportaciones económicas a los medios de comunicación de la órbita pujolista por un importe de 3.000 millones de pesetas. Esta generosidad se produjo poco después que Casinos de Cataluña fuera beneficiada con la adjudicación de las loterías de la Generalitat, en un concurso que fue descaradamente manipulado a su favor.

Objetivamente, se trataba de un sucio caso de corrupción política que tendría que haber provocado la caída del Gobierno Pujol y que, si se hubiera estirado del hilo, ya habría puesto en evidencia que el rey Juan Carlos I se aprovechaba de su inviolabilidad constitucional para hacer negocios impropios. Pero este enorme escándalo se tapó gracias a la complicidad de Felipe González, que necesitaba el apoyo parlamentario de CiU, y a la pasividad vergonzosa de la justicia.

El archivo del caso Casinos supuso que la corrupción se instalara con toda la impunidad en Cataluña y, por extensión, en España. Si un escándalo tan evidente y tan colosal fue reconducido y los poderes independientes del Estado –la justicia, la Fiscalía y la policía- se dejaron someter a las presiones de los políticos para taparlo, entonces ya todo valía.

El pacto mafioso Juan Carlos I-Jordi Pujol para repartirse el control del territorio y garantizarse el derecho de sucesión en la finca de cada cual –si uno era el rey, el otro era el virrey- es la clave que explica la historia de la España postfranquista. Esto instauró un régimen en connivencia con la corrupción que, en el caso de Cataluña, está intrínsecamente ligado a la cultura del pujolismo y del movimiento nacionalista-independentista.

Aunque Jordi Pujol haya quedado arrinconado y que CDC ya no exista, esta cultura corrupta ha quedado fuertemente impregnada en sus sucesores, desde Artur Mas hasta Jordi Turull, que es un fiel exponente de la vieja guardia convergente. En este contexto, la tibieza de JxCat con el escándalo de Laura Borràs, que continúa siendo la presidenta del partido, es comprensible, a pesar de que sea inadmisible e intolerable.

Para avanzar, Cataluña necesita unos consensos transversales que vertebren a la inmensa mayoría de la sociedad. Y la conjura para luchar de manera implacable y frontal contra la corrupción política es uno de los fundamentales. Por eso, conseguir que Laura Borràs abandone de una vez el escaño, se aparte de la vida política y, por supuesto, sea desposeída de todos los beneficios inherentes al cargo institucional que ocupaba (indemnización salarial, derecho a una pensión dorada…) es una batalla crucial que tenemos que ganar si, realmente, creemos en Cataluña y queremos pasar página de este pasado tenebroso que nos ha precedido y al cual, a pesar de todo, hemos sobrevivido.

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1 comentario en «La lacra de la corrupción: de Pujol a Borràs»

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