No están definidos, ciertamente, los límites de un personaje como Joan Laporta, un presidente capaz de utilizar el régimen franquista y la podredumbre del autoritarismo en su beneficio mediático y conseguirlo, además, desde el trono absolutista, represor y antidemocrático con el que preside del FC Barcelona.
Laporta ya contaba con que el Real Madrid respondería a esas graves declaraciones lanzadas desde Barcelona, señalado como el equipo protegido por todos los regímenes, pues Laporta amplió ese periodo inicial de 70 años hasta «la actualidad». Seguramente, así estaba acordado de antemano con Florentino Pérez, con la misma complicidad de la pancarta del Bernabéu durante las elecciones del Barça.
Lo hizo desde Real Madrid TV, como ya se ha explicado y resulta evidente, casi como una fake news con imágenes en blanco y negro y narración del NODO para intentar demostrar que el equipo verdaderamente apoyado por el dictador Francisco Franco fue el FC Barcelona, mientras el Real Madrid, según se relataba, hubo de sobreponerse a la represión de la dictadura como pudo. Cómico e impropio de una institución que presume de señorío y que ha pretendido darse un baño de modernidad y transformación tecnológica y social con el nuevo Bernabéu.
Otra cosa es que el presidente del Barça, atrapado entre la necesidad de dar explicaciones sobre el caso Negreira, dos meses después, y la imposibilidad de ofrecer un discurso verdaderamente documentado y capaz de exculpar al club de esos pagos tan injustificables, se viera en la encrucijada de recurrir al más básico de los populismos.
Por ese motivo armó un discurso de acusación al Real Madrid de haberse beneficiado de la coyuntura política desde la Guerra Civil, especialmente de los arbitrajes, dominados por el franquismo, primero, y el centralismo, después.
La cuestión es si Laporta es el presidente del Barça más indicado para jugar con el franquismo a la hora de etiquetar los privilegios histórico de los que se ha beneficiado el Real Madrid, empezando por el caso de Di Stéfano y el escandaloso penalti de Guruceta en el Camp Nou por acortar un relato con innumerables evidencias de un comportamiento arbitral indudablemente merengón.
Laporta, conviene recordarlo, mintió a la asamblea de socios compromisarios del Barça en 2004 cuando nombró directivo a su cuñado, Alejandro Echevarría, desde el primer momento bajo la sospecha de militar en el franquismo más casposo y superviviente bajo el palio de la Fundación Francisco Franco. El presidente negó esa vinculación que al cabo de unos meses fue acreditada por un socio, Lluís de Val, anteponiendo la documentación que refutaba el embuste con el que consiguió que su cuñado formara parte de la directiva del FC Barcelona,
Como consecuencia de esa situación, Alejandro Echevarria hubo de dimitir como directivo, aunque pasó a funciones de asistencia al primer equipo con un cargo remunerado. La familia política de Laporta, hasta su divorcio años más tarde de acceder a la presidencia, creció y se enriqueció bajo el patriarcado de Juan Echevarria, y no era dudosa sobre su pasado colaboracionista con el régimen anterior a la democracia.
El padre fue destacado personaje del conservadurismo y beneficiario de esa pertinencia al círculo empresarial de la época. Su hijo Alejandro, cuñado de Laporta, no sólo hacia ostentación de su pertenencia a la derecha española más al límite de la legalidad, sino que se dio de alta como miembro activo de la Fundación Francisco Franco, lo que no fue obstáculo para que los cuñados dejaran a un lado las cuestiones familiares y políticas, siguiendo con sus negocios y tejemanejes (el cuñado manda en el área de seguridad del FC Barcelona, mano a mano con Mossos) antes, después y en la actualidad, completamente al margen de sus respectivos idearios.
En su primer mandato, Laporta recibió presiones mediáticas para que, por fin, un presidente del Barça de talante independentista como él tomara oficialmente la decisión de retirar las medallas y distinciones del FC Barcelona otorgadas al Generalísimo durante la dictadura. Por imperativo de su familia política, que le había ayudado a avalar y llegar a la presidencia, del mismo modo que el cuñado le fue impuesto por su suegro para controlarlo, Laporta buscó la forma de eludir esa petición de no pocos socios veteranos y dolidos por las vejaciones del franquismo al barcelonismo. Lo hizo a base de nombrar una comisión de expertos, a dedo y condicionados por el propio presidente, aunque en principio independientes, cuya conclusión completamente forzada por Laporta fue que no era preciso retirarlas porque no constaba en los archivos la concesión de esas medallas.
Un argumento del todo infundado y manipulado para una historia a la que finalmente bajó el telón Josep Maria Bartomeu años más tarde con la decisión unánime de la junta de retirarlas formalmente.
Laporta, por otro lado, no es que se haya distinguido, ni ahora ni antes, por su talante democrático, sino más bien por todo lo contrario: por haber anulado minuciosa y sistemáticamente los derechos fundamentales de los socios en cuanto a información, participación y capacidad de decisión mediante sucesivas maniobras y propuestas a los socios apelando a la grave situación del club a su llegada hace dos años.
Envalentonado y sin oposición, el presidente ya no explica ninguna de sus decisiones, no importa la trascendencia, como firmar con Spotify, ocultar las condiciones de las palancas o pactar una financiación del Espai Barça saltándose el mandato asambleario que incluía la construcción del Palau Blaugrana. Se ha atrevido a suprimir las asambleas presenciales, pese al voto contario de la asamblea al voto telemático, y a cortar de raíz todo contacto o consulta con los socios. A lo que no se ha atrevido todavía es a añadir el yugo y las flechas al escudo del club.
