Nuevos paradigmas: el teletrabajo

La primera imagen de Tiempos Modernos, de Charles Chaplin, es un rebaño de ovejas. Dos fotogramas más tarde, una masa de obreros se dirige a una fábrica. La metáfora visual, sumamente eficaz, retrata lo que durante mucho tiempo fue la organización del trabajo. Y aunque la concentración de mano de obra resultara un engorro para los trabajadores, era lo que convenía a la producción. Todos los carteros de Barcelona, por poner un ejemplo, salían originalmente de la Central de Correos situada al final de la Vía Layetana, lo que sin duda suponía una molestia para los cientos de trabajadores que se apiñaban en aquel viejo edificio, los cuales, además, debían recorrer luego grandes distancias, a pie o en transporte público, para llegar a sus zonas de reparto. Con el tiempo, la compañía postal fue instalando estafetas a lo largo y ancho de la ciudad, lo que sin duda supuso un alivio para aquellos carteros, que dejaron de apretujarse en un espacio limitado y pasaron a tener a mano las calles donde desarrollaban su labor. Y sin embargo, aquella masificación -me contaba hace muchos años un cartero jubilado- tenía una enorme ventaja: cualquier conflicto laboral podía surgir como un chispazo en un determinado punto del edificio y extenderse rápidamente, como un incendio, a toda la Cartería de Barcelona, convirtiéndose en una lucha de grandes proporciones. Así se consiguió, por ejemplo, que los carteros dejaran de entrar a trabajar a las seis de la mañana para hacerlo una hora más tarde, a las siete. El cambio se instauró por la fuerza, por la vía de los hechos consumados, en uno de esos conflictos multitudinarios. Y ya no se abandonó. La dispersión del personal, que resultó beneficiosa desde el punto de vista de la logística empresarial y hasta de la comodidad de los propios empleados, cercenó, en cambio, una parte importante de la fuerza sindical y reivindicativa del colectivo.

Hoy, muchas décadas después, el capitalismo ha evolucionado y se encamina justamente hacia el extremo opuesto. Como ya afirmé en mi anterior artículo (“Nuevos paradigmas: el “Citaprevianismo”), la Pandemia sirvió como verdadero “caballo de Troya” para introducir a gran escala tendencias que ya estaban latentes. Nada como circunstancias excepcionales y de especial gravedad para implantar, cual cirujano de hierro, cambios que serían más difíciles de implementar en tiempos de bonanza. Uno de ellos es el Teletrabajo. Este sistema constituye el sueño húmedo de cualquier poder económico: una enorme masa de trabajadores recluidos en sus casas, es decir, completamente aislados, dispersos y distantes entre sí. Se podrá alegar que existen medios de sobra para que puedan comunicarse entre ellos (la aplicación Zoom ha vivido un auténtico boom, y disculpen el chiste), pero desde mi punto de vista, ello no llega a compensar, ni de lejos, la capacidad de movilización que supone un conjunto de obreros coexistiendo en un mismo espacio, comunicándose cara a cara su disgusto por las condiciones laborales y organizándose, codo con codo, para luchar por su mejora.

Como en el ejemplo de los carteros de Barcelona, el nuevo sistema ha traído comodidad al trabajador (¿hay algo más cómodo que trabajar en pijama, sin tener que desplazarse a la oficina, ahorrándose atascos o transportes públicos atestados?)  pero, ya que hablamos de “caballos de Troya”, ninguno tan eficaz como el Teletrabajo: en el sistema presencial siempre existe una distancia, una separación física entre el puesto de trabajo y el hogar. Una cesura física que también es una cesura psíquica, mental: el trabajo siempre queda fuera, lejos, ajeno al ámbito propio del empleado, que es el hogar, la familia y el ocio. Pues bien, el Teletrabajo ha pulverizado esa frontera. Con su introducción masiva, el actividad laboral forma parte ya de ese ámbito privado, que debería ser siempre irreductible y no cedible, en modo alguno, a la empresa. Nuestro castillo.

Porque, seamos sinceros: si tengo la posibilidad de trabajar desde casa… ¿Qué me impide adelantar algo de faena fuera del horario laboral, ya sea por aburrimiento, adicción, sentido de la responsabilidad o porque mi jefe me lo pide, pretextando necesidad o utilizando un “falso coleguismo”? Si cedemos, en el mejor de los casos podremos aspirar a que, por lo menos, nos paguen ese trabajo extra. En el peor, ni eso: una palmadita en la espalda y gracias. Y cuidado con que esa dinámica invasiva (impuesta o autoimpuesta) no se convierta en costumbre, en sistema.

Puede que una brecha, tal vez irreparable, se haya abierto en nuestro castillo.

 

(Visited 78 times, 1 visits today)
Facebook
Twitter
WhatsApp

HOY DESTACAMOS

Deja un comentario