Nuestro futuro pasa por Bruselas y no por Waterloo

La vertebración del espacio europeo es, ahora mismo, el proyecto geopolítico más luminoso que tiene la humanidad, en la perspectiva de crear una comunidad global fraterna, solidaria y en paz. Ante la actual escalada armamentística, que alcanza su paroxismo en la cumbre de la OTAN que se celebra en Madrid estos días, hay que volver a decir, muy alto y muy claro, que hay otro mundo posible y al alcance donde los valores del amor y la generosidad, que todos tenemos en nuestro corazón, sean los que guíen las relaciones políticas internacionales.

Es de esperar que, algún día no muy lejano, los países de América Latina y de África emprendan el mismo camino que los europeos y acuerden su integración política, económica y monetaria. La Unión Latinoamericana (450 millones de habitantes) y la Unión Africana (1.400 millones de habitantes) tienen un gran futuro si apuestan por destruir las fronteras internas y mancomunar su destino.

Ahora, los 27 estados miembros de la Unión Europea (UE) han decidido, por unanimidad, aprobar las peticiones de Ucrania (40 millones de habitantes) y Moldavia (2,6 millones de habitantes) para formar parte del bloque comunitario. Su adhesión no será inmediata, pero es un paso irreversible hacia su incorporación al concierto continental.

La brutal y criminal agresión del Kremlin contra Ucrania -¡que ya hace más de cuatro meses que dura!-, a buen seguro que ha acelerado las gestiones para facilitar la entrada de este país mártir en la UE. También es la clara constatación de cuál es el espíritu que, desde su fundación, anima el proyecto de construcción europea: el rechazo frontal a la guerra y la convicción que, aunque seamos diferentes, podemos trabajar unidos para labrar un futuro mejor en común, en democracia y con respeto a los derechos humanos.

No hay que ser ingenuos. La UE tiene enemigos, declarados y no declarados. La Rusia de Putin lo demuestra de manera hostil desde hace años, promoviendo campañas de desestabilización, con tácticas de desinformación y de apoyo a los movimientos populistas antieuropeos.

El éxito más fulgurante de estas maniobras alimentadas desde Moscú ha sido, hasta ahora, la escisión protagonizada por el Reino Unido. La injerencia de jerarcas rusos en la financiación de la campaña que promovió la salida de la corona británica de la esfera europea es un hecho palmario que hay que tener siempre muy presente.

El premier Boris Johnson y el Partido Conservador, principales protagonistas del Brexit, lo están pagando muy caro, con el impacto de una grave crisis económica y social que está desgastando su base electoral. La población británica empieza, por fin, a abrir los ojos y a descubrir que ha sido víctima de una pérfida operación de manipulación.

Desgraciadamente, y para vergüenza de la sociedad catalana, profundamente comprometida con el proyecto de construcción europea, algunos líderes independentistas se han dejado embaucar por los cantos de sirena que les llegaron desde el Kremlin. No es la primera vez que el independentismo catalán vende su alma al diablo: durante el III Reich, también hubo “patriotas” que negociaron con los nazis una Cataluña independiente bajo la bota del führer Adolf Hitler.

Esta es una línea roja que debemos tener muy presente y en la cual los catalanes tenemos que ser inflexibles: nuestra historia, desde hace muchos siglos, está sólidamente entroncada con España y con Europa. Poner en entredicho e intentar destruir estos cimientos -en nombre de Guifré el Pilós, Pau Claris o el general Moragues- es un ejercicio de regresión absurdo, frustrante y estéril.

La tarea de buscar aliados en esta quimera solo nos lleva, como hemos constatado, a encontrar supuestos “compañeros de viaje” totalmente indeseables y contrarios a las libertades que nos garantizan la Constitución española del 1978 y los Tratados europeos. Obviamente, estos textos son muy mejorables y, en demasiadas ocasiones, desde Madrid y Bruselas se vulneran su espíritu y su letra.

Esto nos tiene que espolear, precisamente, a ser más reivindicativos y exigentes en su cumplimiento, pero no tiene que ser la excusa para derrocarlos, puesto que al otro lado solo nos espera el fascismo y el autoritarismo. Más allá de los accidentes y terremotos del pasado, nuestra secuencia histórica es clara: Carlomagno (800), matrimonio de Ramon Berenguer IV y Petronila de Aragón (1150), Compromiso de Caspe (1412), matrimonio de los Reyes Católicos (1469), Constitución democrática del 1978 y adhesión de España a la Unión Europea (1986).

El futuro de Cataluña pasa por Bruselas y no por Waterloo, que es una vía muerta. Tenemos que exigir mejores infraestructuras, sí. Tenemos que luchar para que la lengua catalana-valenciana sea oficial en las instituciones europeas, sí. Tenemos que convertir los Pirineos en la columna vertebral de la Eurorregión, sí. Tenemos que fortalecer la diagonal ibérica Lisboa-Madrid-Barcelona, sí. Tenemos que trabajar para que la Unión Europea sea más democrática, fiscalmente armónica y social, sí.

Desde Cataluña tenemos que reclamar, porque formamos parte, que la Unión Europea tiene que ser valiente, como ha demostrado con la admisión de Ucrania y Moldavia y que ahora hay que encarar, con decisión, la ampliación con Serbia, Bosnia y Herzegovina, Kosovo, Albania, Montenegro y Macedonia, que tienen todo el derecho a formar parte de nuestra comunidad. Precisamente, el poso de los conflictos territoriales cainitas –como el que se ha querido crear artificialmente en Cataluña- es el que retrasa la incorporación de estos países de los Balcanes.

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