La guerra de las lenguas

Uno de los argumentos que ha dado Vladímir Putin para lanzar su conquista criminal de Ucrania es la marginación y persecución de la lengua rusa que se produce en este territorio, en especial desde la invasión de Crimea, en 2014. Nos encontraríamos, por consiguiente, ante la primera “guerra lingüística”… si no fuera porque esta es una falacia que desmonta el hecho que muchísimos ucranianos rusófonos enarbolan la bandera de la resistencia contra esta injustificada y bárbara agresión ordenada por el Kremlin.

Las lenguas ucraniana y rusa tienen la misma raíz eslava y comparten una multitud de rasgos comunes, como la grafía o la gramática, además de la mayor parte del vocabulario habitual. Si ya es absurdo y ridículo pelearse por la lengua -que es el instrumento que, precisamente, permite la comunicación humana-, todavía lo es más declarar y hacer una guerra, con miles de muertos y una escalofriante destrucción, por dos idiomas que son hermanos y vecinos.

Mutatis mutandis, en Cataluña también hemos estado a punto de caer en esta venenosa, peligrosa y aberrante espiral que intenta hacer de la lengua un casus belli. La imposición del castellano en la escuela durante la dictadura franquista se ha intentado cambiar, por parte de algunos fundamentalistas identitarios, en la imposición del catalán y la deliberada marginación y persecución del castellano, sin tener en cuenta la radiografía sociológica, diversa y plural, de la comunidad.

Ya se ha dicho, pero hay que repetirlo y tenerlo muy claro: la tipología del alumnado de una escuela de, por ejemplo, Barberà del Vallès no es la misma que la de una escuela de Olot. De esto no hay que hacer un drama, al contrario, hay que asumir el principio de realidad y trabajar en consecuencia para lograr el consenso que todo el mundo comparte: el alumnado, al acabar los estudios, tiene que tener plenas competencias en el conocimiento y el uso de las lenguas catalana y española.

Este hito es, objetivamente, positivo. De un lado, garantiza la pervivencia del catalán y, del otro, el español nos conecta directamente con los 600 millones de personas que lo hablan en todo el mundo. También permite que el alumnado interactúe y se mezcle, con independencia de cuál sea su lengua materna.

Por eso, mientras Vladímir Putin hace su sanguinaria “guerra lingüística” en Ucrania, debemos felicitarnos que en Cataluña el grueso de las fuerzas parlamentarias haya decidido pulir algunos aspectos de la Ley de política lingüística para adaptarla a los nuevos tiempos y garantizar el bilingüismo, que nos hace más pragmáticos y más fuertes. Este gesto de inteligencia, que pivota sobre la especificidad diferenciada de cada escuela, requiere que, en correspondencia, el Estado reconozca plenamente el catalán. Todo llega.

Haciendo más permeable la enseñanza del catalán y del castellano en la escuela nos cargamos de razones para exigir la misma ductilidad por parte de las instituciones españolas, que, 44 años después de la aprobación de la Constitución, todavía están muy atrasadas en la asunción y la normalización del plurilingüismo de la península. El catalán, el valenciano, el gallego y el euskera tienen que poder “respirar” fuera de sus estrictos límites territoriales y llegar a ser, plenamente, lenguas de Estado. Esto nos enriquece, objetivamente, a todos.

En los viajes que hago a menudo en AVE, me reconforta que los mensajes de megafonía en el tren se hagan en castellano, catalán e inglés. ¿Por qué esta política lingüística que aplica Renfe no se hace extensible a otros muchos ámbitos de la vida pública?

La experiencia del diario ibérico EL TRAPEZIO, que editamos desde hace más de dos años, me ha enseñado que la intercomprensión  entre las lenguas de raíz latina es un método que, con buena voluntad y con el deseo de hacernos entender, funciona perfectamente. Con este principio, no tendría que ser ninguna tragedia que en el Congreso de los Diputados y en el Senado se pudiera emplear con normalidad el catalán, el valenciano o el gallego (el euskera, obviamente, necesita un sistema de traducción simultánea).

Pacificar la escuela catalana, haciendo que ningún niño se sienta extranjero ni excluido, es la base para construir, en perspectiva de futuro, una sociedad más cohesionada y tolerante. El pacto para la modificación de la Ley de política lingüística logrado por ERC, PSC, Comunes y JxCat (la posición de este último partido está, actualmente, en el limbo) es la antítesis de aquellos que, en plena efervescencia procesista, pretendían convertir Cataluña en un Ulster, con dos comunidades lingüísticas segregadas y enfrentadas.

Vladímir Putin nos ha enseñado, con su exhibición de infamia, a dónde lleva esta estrategia cainita: al odio, a la destrucción y al exterminio. Esta es la gran lección que tenemos que aprender los catalanes de la guerra de Ucrania. Por eso, hay que desenmascarar y denunciar a quienes, en los últimos años, se han dejado seducir por los cantos de sirena de Moscú. También a quienes, todavía hoy, quieren convertir la coexistencia pacífica del catalán y del castellano en un hecho anómalo y perverso que hay que erradicar, aunque el precio a pagar sea la intoxicación y la aniquilación de la paz social.

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