La reforma laboral como síntoma

Susana Alonso

Dos hombres viven en una urbanización de clase media. Sus casas son contiguas, y sus jardines, también. Estos están separados por una valla de madera pintada de blanco. Uno de los hombres es un tipo corriente, como usted y yo. El otro, un matón de discoteca. Un buen día, el matón decide alterar la linde de los jardines, y adelanta la valla de madera hasta comerse la mitad del jardín del otro. “¿Qué voy a hacer?”, cavila entonces nuestro hombre corriente, consciente de su debilidad física y su carácter pusilánime. Por la fuerza no puede recuperar lo que es suyo, desde luego. Y recurrir a la Justicia podría resultar tortuoso e incierto, aparte de costoso: “además de pagarme un abogado, tendría que esperar años a que me devolvieran lo que es mío. En España la Justicia es terriblemente lenta. Es decir, no es Justicia”.

Nuestro hombre común decide entonces invitar a su vecino, tragándose su orgullo. Tras ofrecerle una buena cena y ponderar la belleza de su jardín, le hacer ver que lo más importante en la vida es la convivencia y la buena vecindad. Que ésas no son formas, que la fuerza nunca da la razón y que la propiedad privada es sagrada. El matón, tal vez para ahorrarse aquella cháchara insufrible, acepta devolverle, con una mezcla de desdén y lástima, un tercio del terreno que le hurtó.

Al anochecer, nuestro hombre se va a la cama convencido de que no podía hacer otra cosa, que todas las circunstancias estaban en su contra -la fuerza bruta del vecino, la lentitud exasperante de la Ley- y que, por tanto, hizo lo correcto. Incluso puede que, en un momento de euforia, se imagine como un astuto estratega que consiguió, con la sola fuerza de su dialéctica, recuperar lo que es suyo.

Pero usted y yo sabemos que la víctima -porque eso es lo que es, una víctima- perdió los dos tercios del terreno que le robó su vecino. Y lo que es peor: que nunca volverá a recuperarlos, puesto que implícitamente renunció a ellos al aceptar ese arreglo con la otra parte. Cedió su derecho, y el otro lo ganó, por conquista. Y esa verdad le asaltará cada día, cuando salga de casa por las mañanas y contemple su menguado jardín. Como el corazón delator de Edgar Allan Poe, le susurrará, sorda, insidiosamente, que perdió.

Sirva la parábola para ilustrar lo sucedido con la Reforma Laboral. Recordemos que la original, la del gobierno de Mariano Rajoy,  fue tan enormemente lesiva para los derechos de los trabajadores que provocó la última huelga general de clase convocada en España, hace nada menos que una década. Y que desde entonces su derogación ha sido el horizonte visible del movimiento obrero, la cima a conquistar, la meca del sindicalismo. También, hasta no hace tanto, la promesa estrella del gobierno de izquierdas que preside Pedro Sánchez. Pero como en la parábola, aquí hay una parte que claudica: un movimiento obrero débil, con sindicatos hipotecados por deudas inconfesables con el Poder. Un movimiento, por tanto, incapaz de imponer la   derogación, es decir, de forzar la vuelta a la casilla de salida, de devolver  a los trabajadores la mitad de su jardín. El matón ha devuelto un tercio, es cierto, pero no volverán las indemnizaciones por despido de 45 días por año trabajado, no volverán los salarios de tramitación, no volverán tantas otras cosas. Y ojalá me equivoque, pero todo apunta a que lo perdido ya es “tierra conquistada”, por más que nuestros sindicalistas clamen que “habrá más” y que “esto sólo es un punto de partida”. Sindicatos y gobernantes de izquierda domesticados se irán a la cama dándose palmaditas; repitiéndose, para autoconvencerse, de que no sólo era lo único que podía hacerse, sino que incluso ha sido un magnífico acuerdo, puesto que ha sido consensuado “por todos los agentes sociales”. Como si la negociación entre un matón y un debilucho fuera realmente una negociación. Como si un acuerdo aprobado por la Patronal y Ciudadanos, improbables defensores de la justicia social, pudiera augurar algo bueno para la otra parte.

En tiempos de desmemoria histórica, no está de más recordar que hace cien años el movimiento obrero, encabezado por la CNT, paralizó la ciudad de Barcelona durante 44 días. Lo hizo -reza la Wikipedia- a base de “huelgas, boicots e insumisión civil”. Por supuesto, ello sería considerado hoy como una grave alteración del orden y la paz  social. Pero gracias a esa “alteración” hoy gozamos de algo que nos parece tan natural como el aire que respiramos: la jornada laboral de ocho horas.

¿Qué nos ha pasado?

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