Un panorama electoral incierto

Enric  Marín y Joan Manuel Tresserras en su libro Apertura Republicana identifican dentro de la inteligencia procesista a dos grupos diferenciados: los que pretendían forzar al Estado a una negociación, y los que pretendían crear las condiciones para una secesión viable y pulcra. Aparte, sitúa a los que pretendían el desbordamiento del Estado mediante un proceso insurreccional. Los tres grupos tenían en común, y siguen teniendo, el nacionalismo como eje definidor.

El procesismo ha fracasado en su intento de crear un estado independiente, pero su pretensión nacionalizadora ha sido un éxito, y ha tenido como consecuencia la división en dos de la sociedad catalana y el destrozo de la propia administración de la Generalitat. La lluvia fina de este nacionalismo se inició con la mayoría absoluta obtenida por CiU en las elecciones de abril de 1984, en un momento en el que la fiscalía pedía el procesamiento de Jordi Pujol por el asunto de Banca Catalana. Jordi Amat ya señaló como fecha simbólica el 30 de mayo de ese año, cuando el presidente electo dijo desde el balcón de la Generalitat, «de ahora en adelante, de ética y moral hablaremos nosotros y no ellos«. Esta etapa, que duró diecinueve años, concluyó en 2003 con la formación de un gobierno tripartito, que nunca estuvo aceptado por la derecha nacionalista. Como dijo posteriormente Marta Ferrusola, fue «como si entraras en tu casa y te encontraras los armarios revueltos porque te han robado».

Durante este periodo la administración de la Generalitat alcanzó los 144.000 trabajadores y su presupuesto pasó de 2.000M€ a más de 16.000M€. La administración pública autonómica se convirtió en una potente herramienta política que fue utilizada para beneficio de unas élites económicas con intereses propios, para el impulso del proceso nacionalizador y para la financiación del partido (y personal).

La constitución del tripartito de 2003 se caracterizó, entre otras cosas, por la dependencia del gobierno Zapatero del nacionalismo catalán, por la disputa del espacio nacionalista entre CiU y ERC y por la pretensión de Pasqual Maragall de robarle la cartera del nacionalismo a los dos. El resultado fue la propuesta, debate, y aprobación del nuevo Estatuto de Autonomía y la sentencia del TC en el 2010.

En todo este proceso la izquierda catalana perdió sus señas de identidad. Buena prueba de ello fue el preámbulo de la propuesta de Estatuto de 2005 aprobado con el apoyo de la izquierda en el Parlamento que, con la justificación de que no tenía validez jurídica, incorporó muchos elementos simbólicos del nacionalismo, que años después utilizó la ANC en su argumentario: 1714, derechos históricos, autodeterminación, independencia como meta, … incluyendo expresiones propias del nacionalismo decimonónico de raíz herdiana, recogidas por las corrientes históricas perennialistas y etnosimbolistas, que tanto han influido en el pensamiento “procesista”: «Este Estatuto sigue la tradición de las Constituciones y otros derechos de Cataluña , que históricamente habían significado la articulación política y social de los catalanes y las catalanas»; «La vocación y el derecho de los ciudadanos de Cataluña… se corresponde con la afirmación nacional que históricamente representó la institución de la Generalitat, vigente hasta el siglo XVIII...».

Para la izquierda transformadora de forma particular, las cuestiones sociales, los derechos de los trabajadores, la lucha feminista por la igualdad y las propuestas para un modelo productivo ecológico y sostenible, han sido elementos centrales de su identificación, pero a la vez, esta misma izquierda, ha descuidado y ha hecho concesiones a los nacionalismos en todo lo que tiene que ver con los elementos definitorios de cómo organizar la diversidad identitaria y los modelos de organización territorial.

Ante las próximas elecciones, los expertos en demoscopia hacen hincapié en la prudencia que hay que tener con las predicciones de las encuestas, e insisten en la importancia del voto oculto y del voto decidido a última hora. Las últimas encuestas del GESOP, GAD3 y del CEO hablan de un 20% del electorado indeciso, mientras que en 2015 esta cifra era del 15%, y el último CEO habla de un 5,9% de votos que van a parar al apartado de otros. También la participación y el impacto de la dispersión del voto nacionalista pueden ser elementos decisivos.

En relación a las hipótesis posibles sobre los resultados de las próximas elecciones, habría que considerar que, por razones políticas y de aritmética parlamentaria, pueda ser imposible la formación de un gobierno nacionalista, y que la situación empuje a dos opciones: o un acuerdo transversal de gobierno o a la repetición de elecciones. Si estos fueran los escenarios, es entonces cuando la izquierda tiene que hacer memoria para no repetir los errores del pasado.

Ante esta hipótesis, la izquierda transformadora debe tener clara su hoja de ruta, que en mi opinión pasa por: la defensa de una gestión de la sociedad post Covid que no deje a nadie atrás y que aborde la necesaria reconstrucción y reordenación del modelo productivo, que busque consensos que permitan desarrollar una cultura que valore el plurilingüismo y la diversidad de España y de Catalunya, entendidos como una riqueza común que saque la lengua de la confrontación identitaria, que trabaje en la dirección de un modelo federal cooperativo y solidario basado en la lealtad institucional, y que impulse la cooperación y el trabajo conjunto con el gobierno de coalición en España.

En una posible negociación, la izquierda transformadora no puede perder de vista su propia identidad y espacio político, y, sobre todo, no puede aceptar ambigüedades que permitan al nacionalismo retomar la nation bulding que practicó Jordi Pujol durante 19 años sin oposición.

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