El mantra de hacer un referéndum

Hagamos un referéndum. Votemos. Es el viejo mantra populista que pocos se atreven a refutar por temor a ser tachados de antidemócratas, ese insulto tan de actualidad. Pero confundir los referéndums con la democracia demuestra una profunda incultura democrática. “Que decida el pueblo” es el recurso de políticos que ya fueron escogidos por el pueblo pero que no han sabido hacer su trabajo: tomar las mejores decisiones. Los referéndums no han sido nunca señal de salud democrática, y sí un arma habitual de los dictadores. Franco convocó dos para blanquear sendas leyes radicalmente antidemocráticas. Una de las razones de ser de la democracia es justamente evitar que un caudillo o una mayoría del 51% pueda cambiar las reglas del juego a su favor. Eso ha hecho nuestra democracia estable: exigir un consenso amplio para los cambios estructurales y evitar los referéndums para resolver problemas demasiado técnicos.

Pero existe una idea aún peor que un referéndum: un referéndum ilegal. Voy a contar la historia de cómo una votación ilegal fulminó la democracia griega hace 2425 años. En 406 a.C. la flota ateniense libró una batalla contra los espartanos junto a las islas Arginusas, frente a la actual Turquía. Entre el combate y las condiciones climáticas, veinte de sus naves naufragaron. La tormenta hizo imposible socorrer a los supervivientes y a los 8 generales atenienses (los estrategos) no les quedó más remedio que refugiarse en el mismo puerto que su enemigo; es decir, enfrentarse a una batalla final a la vez que renunciaban a recuperar los cuerpos de sus cinco mil náufragos.

La batalla la ganaron, pero en Atenas la tragedia causó un enorme dolor entre las familias de los náufragos y un movimiento popular liderado por Calixeno culpó a los estrategos del abandono. Aunque el órgano competente, el Consejo, juzgó que la decisión había sido prudente y les exculpó, en la calle solo se oía a los que exigían que fueran juzgados de nuevo por la Asamblea, aun sabiendo que eso era contrario a la legalidad. Muchos miembros de la Asamblea se sumaron a ese deseo de 'justicia' paralela e inmediata.

El dolor por la pérdida de tantas vidas era tan extendido en Atenas que nadie se atrevió a condenar un segundo juicio contrario a la ley. Perdón, alguien sí. Aunque el consejo lo formaban ciudadanos escogidos al azar, Jenofonte dejó escrita la rara casualidad histórica que hizo que uno de ellos resultara ser Sócrates. Fue el único que defendió el juicio legal y negó la competencia de la Asamblea para juzgar a los estrategos, pese a las amenazas de que podría acabar como ellos. No sirvió de nada.

La Asamblea decretó la pena de muerte para los ocho generales, en votación a mano alzada. Al poco tiempo de su ejecución, los atenienses se dieron cuenta de que habían perdido a sus ocho mejores estrategos y que nadie podía defenderles de Esparta. Calixeno y los demás promotores del juicio asambleario fueron entonces perseguidos, pero ya era demasiado tarde. Dos años después de la dramática victoria ateniense en Arginusas, la ciudad se rindió a los espartanos, sus murallas fueron derruidas y la guerra del Peloponeso llegó a su fin. La democracia ateniense sucumbió bajo su propio populismo.

Los eventos fueron de tal importancia que nos han llegado por varias vías, incluyendo el detallado relato de Jenofonte. Quizá gracias a esos sucesos y a sus relatores, hoy en Occidente vivimos en democracias representativas y sabemos que la democracia es mucho más que votar. Excepto nuestros Calixenos (a quienes mi pseudónimo hace referencia con poco disimulo), casi todos sabemos que el respeto a la legalidad de las votaciones debe prevalecer y que en ninguna democracia existe el derecho a votar contra la ley. Y por eso, cuando Podemos, el independentismo, o Vox quieran imponernos un referéndum no en base a la legalidad o a una decisión del Congreso, sino en base al ‘sentir popular’, o a pretendidos ‘derechos fundamentales’ debemos recordar esa historia de la que emana nuestra imperfecta democracia.

Nuestros políticos, además, deberían recordar que el populista Calixeno, que huyó antes de ser juzgado, acabó regresando a Atenas tras una amnistía, pero murió de hambre, despreciado por sus conciudadanos.

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