Un presidente étnico

Si la complicada aritmética parlamentaria lo permite, el activista cultural Quim Torra será el presidente 131 de la Generalitat. Desde Berlín, el dedo de Carles Puigdemont ha nombrado a su sucesor a la manera del PRI mexicano, sin un ápice de respeto por los mecanismos de debate y votación democrática que, a la hora de elegir a sus cargos, debería caracterizar a una formación política europea como Junts per Catalunya (JxCat). Pero la tradición autoritaria del pujolismo ha creado escuela y Carles Puigdemont es un alumno aplicado.

Quim Torra no tiene ningún tipo de experiencia relevante en la gestión pública, ni siquiera milita en ningún partido (en el pasado lo hizo, fugazmente, en Reagrupament). Los únicos cargos que ha ocupado son la dirección del equipamiento museístico del Born CC –que intentó convertir en el Muro de las Lamentaciones independentista-, la presidencia provisional de Òmnium Cultural, después de la muerte repentina de Muriel Casals, y la dirección del esotérico Centro de Estudios de Temas Contemporáneos de la Generalitat, un abrevadero a medida para cobrar un buen sueldo del erario público.

Nadie duda que Quim Torra intentará asumir el rol de «presidente provisional» que le ha asignado Carles Puigdemont y que procurará demostrar permanentemente su lealtad hacia su antecesor en el cargo. Esta dependencia lo ligará de manos y pies a la hora de tomar decisiones y, a buen seguro, provocará fricciones con los miembros de su futuro gobierno que sean de la cuota de ERC y PDECat, que querrán preservar su espacio autónomo de gestión sin tener que pedir permiso preceptivo al presidente 130.

Su amateurismo político, su servidumbre al búnker de Berlín y su inveterada pasión independentista –acentuada durante su alejamiento profesional a Suiza- lo convertirán en un presidente muy sesgado hacia el 47% de votantes que, en las elecciones del pasado 21-D, eligieron las opciones secesionistas (JxCat, ERC y CUP). Esto dificultará mucho su capacidad de diálogo y negociación con la oposición parlamentaria y, lo más grave, la interlocución con el gran segmento de población urbana y catalana que no comparte la obsesión de la independencia.

Con la serie de desafortunados comentarios xenófobos contra los españoles en Twitter, que ya le han sido exhumados rápidamente, ¿cómo piensa pasearse, una vez investido presidente, por las calles de L’Hospitalet, Nou Barris, Santa Coloma de Gramenet, Cornellà, Sabadell o Badalona? Reconocido admirador de Heribert Barrera, el presidente 131 de la Generalitat es un independentista del ala dura que tiene evidentes dificultades para sintonizar y empatizar con la diversidad, la mezcla y el pluralismo que caracterizan a la sociedad catalana del siglo XXI.

Quim Torra es una reliquia del independentismo étnico que, muy influenciado por las demenciales y venenosas teorías racistas de la primera mitad del siglo XX, arraigó en Cataluña y creó organizaciones como Estat Català o Nosaltres Sols, con inquietantes concomitancias con el movimiento fascista italiano. Si, como mínimo hubiera sido concejal o alcalde de su ciudad, Blanes, a buen seguro que el próximo presidente habría tenido la oportunidad de zambullirse y convivir con la complejidad, la problemática y las inquietudes de la Cataluña real, formada por la síntesis de varias capas migratorias.

Pero el sucesor escogido por el dedo de Carles Puigdemont presume de ser un «catalán puro» y se considera tributario de la generación de intelectuales nacionalistas de los años 20 y 30 del siglo pasado, que ha estudiado con profundidad. Tener poso histórico es bueno y es necesario en política, pero el pasado no puede ser una losa que nos impida interactuar, de manera desacomplejada e inteligente, con el presente. La vida es dinámica y la nostalgia de épocas pretéritas sólo nos aboca a la frustración, a la parálisis y a la decadencia, como la que ahora mismo sufre Cataluña. Es absurdo que los acontecimientos del 1640, del 1714 o del 1931 tengan que determinar la acción del gobierno catalán del año 2018. El culto excluyente a la tradición del terruño ancestral es la antítesis del espíritu fundacional que guía la construcción del proyecto europeo.

Quim Torra tiene todo el derecho a ser escogido el presidente 131 de la Generalitat y, personalmente, le deseo muchos aciertos. Tendremos al Molt Honorable más independentista-independentista de la historia contemporánea de Cataluña. Ni Francesc Macià, ni Lluís Companys, ni Josep Irla, ni Josep Tarradellas, ni Jordi Pujol, ni Artur Mas, ni siquiera Carles Puigdemont tenían su nivel de rauxa y de intransigencia. También tendremos al primer presidente no político y sin una estructura organizada detrás.

Pero atención. La exaltación del independentismo que encarna Quim Torra también puede significar la derrota más estrepitosa de este movimiento. La sociedad catalana tiene muchos conflictos abiertos, no sólo los derivados del proceso secesionista y de la subsiguiente represión judicial del Estado. ¿Cómo los afrontará Quim Torra? ¿Qué políticas impulsará desde su gobierno para dar respuesta a las angustias y a las legítimas vindicaciones de los colectivos desfavorecidos o agraviados?

Se nos ha vendido que la república catalana, proclamada fugazmente el pasado 27-O, es el remedio milagroso a todos los males del país. Ahora tendremos un presidente de la Generalitat que se declara el representante de esta nueva república. Las expectativas son muy altas y cualquier error o resbalón será duramente criticado desde la calle, por unos y otros. La precaria mayoría parlamentaria que le da apoyo también puede agrietarse en cualquier momento: y es que Quim Torra es una persona profundamente conservadora y retrógrada que contrasta con el talante progresista, de izquierdas y antisistema de muchos diputados del bloque independentista.

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