Entrevista a Xavier Arbós

                                                                        
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Doctor en Derecho y catedrático de Derecho constitucional de la Universidad de Barcelona. Es una de las catorce personas del comité de expertos formado por el PSOE para asesorar en materia de reforma de la Constitución. Entre sus libros, figura «La gobernabilidad: ciudadanía y democracia en la encrucijada».

En algunos ámbitos está de moda demonizar la Constitución del 78 ¿Por qué?

Creo que a veces por razones sicológicas. Porque hay una generación que no participó en el proceso constituyente y eso coincide con la protesta popular del 15 M, la crisis económica y la de los partidos, como el PP y el PSOE, que se identifican con este sistema constitucional. Eso ha propiciado un cierto revisionismo histórico. Y esa demonización tiene una consecuencia, no sé si buscada, que es hurtar el análisis racional buscando una respuesta emotiva. Así, en lugar de pensar que las constituciones se hacen en las condiciones reales se piensa en las ideales. Con otra correlación de fuerzas, seguramente se hubiera hecho otra Constitución, en 1978.

¿Esta crítica a la Constitución se produce más bien en Cataluña o procede sobre todo de formaciones cómo Podemos?



Es más bien el entorno de Podemos el que insiste mucho en la demonización de la Constitución y se hace una referencia muy genérica al «Régimen del 78». En Cataluña, hay otra crisis que incluye el «Régimen del 78», pero que abarca la relación con España como un todo.

¿No se toma la parte (cuestión territorial) por el todo en este cuestionamiento de la Constitución?


Cuando se produjo la renuncia de Juan Carlos I, hubo manifestaciones en favor de la República. Y hoy esa pulsión republicana parece haber bajado en intensidad. El problema de fondo que queda, más allá de monarquía o república sigue siendo la cuestión territorial. Desde el plano teórico y un desiderátum puede existir lo de «yo soy republicano», pero cuando uno se enfrenta a la realidad encuentra que quizá hay otras prioridades. Por otra parte, entre los cinco países más igualitarios del mundo, hay alguna monarquía, que creo es Noruega. Tal cosa no justifica la monarquía, pero me parece que la cuestión no es prioritaria, ni urgente, ni esencial.

¿Por qué irrita tanto «el café para todos en Cataluña»?


El nacionalismo es una voluntad de encontrarse siempre en una posición diferente. En términos caricaturescos, podría decirse que consiste en tener no solo lo que necesito (a lo que muchos nos apuntamos), sino que necesito tener algo que los demás no tengan. Así, el «café para todos» representa un problema porque significa que lo que uno tiene es lo mismo que los demás. Jordi Pujol, en los 90, cuando se planteó una vez más la reforma del Senado y se evocó el modelo federal, se negó a ello para no quedar diluido, y haciendo valer que hay 17 comunidades autónomas, pero no 17 lenguas. Existe también una inercia que viene de la historia del autonomismo catalán. En el siglo XIX fracasa el proyecto federalista y en los años 20 Cambó pronuncia un famoso discurso, que se llama «Por la concordia», que viene a decir que los catalanes queremos autogobierno, y que si en otras partes también lo quieren nos alegraremos, pero no vamos a esperar. Eso explica, en aquel contexto, una vocación bilateral. Lo que ocurre es que el bilateralismo se ha convertido casi en un principio, que ignora una parte de la realidad y es que España lleva mucho tiempo organizada en comunidades autónomas. Aunque es cierto que no todas tienen la misma ambición de autogobierno que Cataluña, sí que hay otras, como puede ser el caso de Andalucía, donde esto parece bastante obvio. Enrocarse en el bilateralismo significa perder el juego de las alianzas que da la visión federalista.

¿De hecho, el Estado de las Autonomías no es una forma de federalismo?

Creo que sí y, de hecho, no hay federalismos puros. Pero faltan algunas cosas como, por ejemplo, muy importante, que la palabra «federal» aparezca en la definición del Estado, porque si no nunca se va a interpretar en el sentido federal y siempre parecerá que el autogobierno es una especie de excrecencia o excepción a la mentalidad de Estado unitario, que todavía pervive. También haría falta adoptar la cultura política federalista, necesaria en Cataluña, en la que todos tenemos que aprender a jugar más en la multilateralidad, mediante alianzas. Asumiendo que hay unas competencias básicas e iguales para todos. Asimismo, son necesarios retoques institucionales importantes, que podrían corregir el tema recurrente del Senado y habría que matizar una deriva, en la que hay mucha visión de partido. Un politólogo americano, Daniel Elhazar, gurú del federalismo, decía que el federalismo es autogobierno y gobierno compartido, no gobierno con partido.

¿Qué quiere decir, según sus propias palabras, que «el federalismo no lo determina el pueblo sino las competencias»?

La idea soberanía está distorsionada por el tiempo. Nace y se otorga a la nación y al pueblo para invertir el equilibrio de poder del absolutismo y sigue teniendo un sentido en la lógica del derecho internacional, hacia afuera. El problema está cuando se traslada hacia dentro y se pretende imputar a un único sujeto, sea a la nación o al pueblo, la fuente legitimadora del poder supremo. Cuando se oye esto hay que empezar a relativizar el valor de la soberanía. Al fin y al cabo, si se vive en un Estado de Derecho, aspiración que federalistas y no federalistas compartimos, no hay nadie que pueda hacerlo todo. Ni siquiera ese «pueblo soberano», porque el pueblo no es una unidad homogénea. Hay en él mayorías, minorías y entonces una idea demasiado cerrada y simplista de la soberanía puede llevar a la opresión de la minoría. La clave de la cuestión está en que en un Estado de Derecho hay que ver quien puede hacer qué y precisamente por eso no tiene mucho sentido pretender que el único sujeto de la soberanía es único y homogéneo.

¿Tiene el federalismo más exigencias técnicas que políticas?

Creo que esta cuestión es muy importante. Muchas veces, se presenta el federalismo como el común denominador de los Estados federales. Cosa que tiene una dimensión técnica y evidentemente hay que tenerla en cuenta, porque sin los conocimientos derivados de la experiencia no se pueden hacer reformas en sentido federal. Lo que ocurre, es que el federalismo, como todo «ismo» es algo más y distinto. Es la ambición de un cierto radicalismo democrático, entender que el poder concentrado es siempre peligroso para las libertades, porque el que se aspira no solo a tener la división clásica de poderes, sino tener el poder distribuido. En esa visión de radicalismo democrático hay un abanico muy amplio, en el que un extremo bordearíamos la visión anarquista, siguiendo el principio de subsidiariedad

¿Usted aboga por un federalismo de base municipalista?

El Estado es demasiado pequeño para algunas cosas y demasiado grande para otras. En este sentido, el principio de subsidiaridad nos debería llevar a la idea de que es conveniente que el ciudadano esté cerca de la parte del poder que le afecta. De hecho, en el mundo actual, en el que las redes de comunicación han desbordado definitivamente las fronteras, tiene mucho sentido empezar a pensar que la mejora de la calidad de vida depende mucho hasta de los experimentos que se pueden hacer localmente. La ventaja de esa visión municipalista es que permite la exploración, a partir siempre de unas condiciones básicas de igualdad en el ámbito social. No hay que olvidar tampoco, que la experiencia de muchos países ha sido acomodar identidades colectivas, en un mundo en que las identidades puras casi no existen. El federalismo no es el de una cosa u otra, sino el de la conjunción copulativa «y».

¿Qué puede considerarse antítesis del federalismo?

De modo inmediato y lógico, el centralismo, pero hay Estados con altos niveles de federalismo (bastante evidente en el caso de los EE.UU.), donde predomina lo que se denomina el «nacionalismo banal». El planteamiento de cada nación tiene que tener su Estado tampoco va en línea con el planteamiento federalista. El nacionalismo nace acompañando la Revolución francesa, en el que se elevaba la nación para elevar a los gobernados y subvertir el orden de político, pero cuando pasa al otro lado del Rhin no hay ciudadanía porque no hay un Estado. Por eso se hace mayor hincapié en la dimensión cultural de la nación. En conjunto, el federalismo impulsó los primeros Estados federales y luego se han ido construyendo otros, sin necesariamente grandes dosis de ideología federalista, pero representaron una mal menor frente a la pulsión de cada nación tenía que tener un Estado.

¿El federalismo no debería empezar por la propia Cataluña?

Habría que pensar en esto, pero teniendo en cuenta que no existe una plantilla para hacerlo. Habría que idear instrumentos de acomodo territorial, de modo que la mayoría no se imponga a las minorías. Por eso, aunque parezca un anacronismo, que a veces no gusta, la persistencia de las estructuras provinciales, ha permitido redistribuir el poder localmente.

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