Esta guerra se ha acabado

Una de las primeras expresiones de la civilización humana fue la construcción de puentes para salvar los desfiladeros y el curso de los ríos, para que pudieran transitar las personas y las mercancías. En este arte arquitectónico, los romanos fueron unos maestros y, todavía hoy, las lenguas catalana, castellana y portuguesa son tributarias de la expansión del latín, que fue posible gracias a la existencia de los puentes. Estas estructuras son imprescindibles para facilitar la comunicación entre los pueblos y son el símbolo de la vida en sociedad y del progreso económico.

Los acontecimientos que han sucedido en Cataluña a raíz de la semana trágica de los días 6 y 7 de septiembre han provocado la ruptura de los puentes que vertebran la comunidad catalana y de los que nos unían con el resto de España y Europa. Los agravios se acumulan a ambos lados. Desde el Estado y las fuerzas políticas mayoritarias (PP, PSOE y Ciudadanos) se considera inadmisible que los 72 diputados independentistas dinamitasen la Constitución y el Estatuto de Cataluña. Desde el lado independentista, se considera insoportable la represión del referéndum del 1-O, el encarcelamiento de los Jordis y, en aplicación del artículo 155, la destitución del gobierno de la Generalitat y las órdenes de prisión contra sus miembros.

Lo peor es que este estropicio protagonizado por los actores políticos ha acabado afectando al pueblo catalán por partida doble: la gente ya sufre los estragos de la paralización de la vida económica y la división de la sociedad entre independentistas y no independentistas ha destruido o congelado muchas relaciones personales y familiares. Negarlo es absurdo. Las manifestaciones de banderas esteladas se contraprograman con manifestaciones de banderas rojigualdas y, cual gota malaya, el veneno del odio está intoxicando las emociones y los cerebros de unos y otros.

Como periodista tengo que denunciar y lamentar las agresiones y presiones que sufren algunos compañeros que cubren las manifestaciones españolistas. Pero también, el desprecio y los abucheos que reciben otros compañeros en las manifestaciones independentistas por el hecho de trabajar para medios de comunicación de Madrid. Las exageraciones, las manipulaciones, los ataques dialécticos y las fake news inundan el espacio comunicativo y el espectáculo que damos es, sencillamente, vergonzoso.

Es absurdo y profundamente injusto que los catalanes independentistas y los no independentistas tengamos que ser forzosamente enemigos. ¿Por qué? Yo tengo muchos amigos a cada lado y me parece increíble que el diálogo y la negociación sean imposibles. ¿Por qué tenemos que resignarnos a tener una sociedad dividida y emocionalmente destrozada por algo que -tal como reconocen estos días los mismos independentistas- es tan ilusorio y utópico como la secesión de Cataluña de España y de la Unión Europea en el siglo XXI?

Los independentistas, como es obvio, quieren lo mejor para Cataluña, para su gente y para sus hijos. Los no independentistas, también. Pero la evidencia es que el gobierno independentista de Carles Puigdemont ha sido objetivamente negativo para el bienestar económico, social y psicológico de todos los catalanes. Sólo hay que poner la oreja y escuchar el enorme desconcierto y decepción que han provocado las confesiones de Carme Forcadell, Clara Ponsatí, Joan Tardà o Toni Comín.

Las urnas del 21-D tienen que juzgar, antes de que nada, la acción del gobierno saliente y considero que el veredicto tiene que ser proporcional al daño que ha causado. Cataluña no puede continuar paralizada y prisionera del empate -punto arriba, punto abajo- que fractura al conjunto de la sociedad alrededor de la cuestión independentista. Hay que buscar otros paradigmas que encuadren nuestro futuro y que, al margen del debate estéril de la secesión, conciten mayorías claras en el Parlamento que permitan la elección de un gobierno normalizado y operativo. Nos lo merecemos y lo necesitamos.

Los cinco años de Dragon Khan que hemos vivido desde la imputación de Oriol Pujol –el heredero de la dinastía- por el caso de las ITV, hecho que marca el inicio del «proceso», nos han dejado mareados, angustiados y desorientados. Ya es hora de parar y bajar de esta máquina infernal que sólo genera odio y frustración. Por supuesto: los Jordis y los ocho ex-consejeros tienen que salir de la cárcel y los exiliados tienen que volver a su casa. Una vez han reconocido, por activa y/o por pasiva, que la DUI fue una fantasmada sin valor jurídico, no tiene ningún sentido que su sufrimiento continúe.

Yo viajo a menudo al Pirineo, donde he puesto en marcha el diario digital LA VALIRA, y me fascina la biografía del obispo San Ermengol, que vivió en el siglo XI y que ha pasado a la historia como el constructor de puentes para salvar el paso del Segre. Su ejemplo es hoy más vigente que nunca: hacen falta con urgencia arquitectos de la política que reconstruyan los puentes de la convivencia que se han roto en Cataluña.

La dinámica de los bloques enfrentados –los de la DUI y los del 155- ya se ha constatado que no lleva a ninguna parte y que, además, está superada. Desde el momento que Carme Forcadell et altri reconocen que acatan el marco constitucional y que PP-PSOE-Ciudadanos están dispuestos, si esto se confirma, a desactivar inmediatamente el artículo 155, no tiene sentido continuar en este cul-de-sac. La guerra se ha acabado, aunque la CUP no lo acepte y quiera continuarla.

Es hora de ponerse a tender puentes y la reforma de la Constitución del 1978 es, como nos aconseja Bruselas, la hoja de ruta a seguir. Sin independencia en el horizonte, ¿qué impide que todas las fuerzas políticas se pongan en «modo» constructivo? Es su deber y todos se lo agradeceremos.

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