El buen presidente y el mal presidente

Este lunes 23 de octubre hemos conmemorado los 40 años del regreso a Cataluña del presidente de la Generalitat, Josep Tarradellas. Yo estaba, en la celebración popular que llenó la Gran Vía de Barcelona, desde Montjuïc hasta su llegada a la plaza de Sant Jaume. Y puedo decir que fueron unos momentos de alegría colectiva, marcados por una enorme confianza en la próxima construcción de un país democrático, civilizado y mejor.

El Muy Honorable Josep Tarradellas salvaguardó la institución de la Generalitat en el exilio con una dignidad admirable, renunciando a su bienestar personal y familiar para mantener encendida la llama de nuestra histórica institución de autogobierno. Con las ideas claras y una firmeza ejercida con guante de seda, el presidente de la Generalitat restaurada creó un gobierno de unidad, donde estaban presentes consejeros de todas las fuerzas con representación parlamentaria y puso en marcha la redacción y la aprobación consensuada del nuevo Estatuto de Autonomía. Impecable.

Contrastan aquellos momentos ilusionantes con el desastre que, 40 años después, nos toca vivir hoy, con la Generalitat intervenida por el presidente Mariano Rajoy, con las empresas huyendo de Cataluña por la gran inseguridad jurídica que reina, con los Jordis en la prisión, con la sociedad profundamente dividida y conmocionada por los efectos catastróficos del proceso independentista y con la Unión Europea y las potencias mundiales en contra. Todo aquello que conseguimos, gracias a la perseverancia y a la dura austeridad del presidente Josep Tarradellas, se ha ido al carajo con la estrategia suicida del «estado mayor procesista» y la proclamación de la efímera República lisérgica. ¿Qué hemos hecho los catalanes para merecer esta desdicha?

El Muy Honorable Josep Tarradellas, antes de volver a Cataluña, vivía en precarias condiciones en una casa destartalada de Saint Martin-le-Beau. Nada que ver con el chalé de nuevo rico que se ha comprado el presidente Carles Puigdemont junto al campo de golf de Sant Julià de Ramis, gracias a las generosas subvenciones públicas que siempre han engordado su actividad empresarial, previa al salto a la política profesional. En este detalle encontramos la diferencia fundamental entre uno y otro: el Muy Honorable Josep Tarradellas sacrificó su vida al servicio de Cataluña y el Poco Honorable Carles Puigdemont se ha servido de Cataluña para intentar vivir como un magnate.

El proceso ha sido, por encima de todo, un fabuloso negocio para quienes se han subido al escenario, están detrás las bambalinas y maquinando la tramoya de esta epustuflante obra de teatro. El salario mínimo del independentista enchufado no baja de los 3.500 euros mensuales y, en el caso de las primeras figuras del cartel, sube hasta los 12.000 euros mensuales. Tal y cómo está actualmente el mercado laboral en Cataluña, ¿qué empleo hay más rentable que ser un profesional de esta larguísima tragicomedia?

El presidente Josep Tarradellas vivió 40 años de penurias en el exilio de Francia y volvió a Cataluña con un mensaje de reconciliación y de esperanza para todo el mundo. El presidente Carles Puigdemont, con la bandera de la independencia, ha traído la división, la ruina y la angustia a la sociedad catalana. Eso sí, saldrá de la Generalitat con los bolsillos llenos y podrá seguir disfrutando tranquilamente de su espléndido chalé en el golf de Sant Julià de Ramis.

Al final de esta tragicomedia, tengo tres pensamientos: para los Jordis, que pagan con la privación de libertad en Soto de Real los platos rotos del 20 de septiembre; para la gente que fue agredida y que se lo pasó mal en la defensa de las urnas del 1-O; y para todos aquellos que han comprado el billete para viajar a una Cataluña independiente, rica y llena, estado propio de la Unión Europea y con asiento propio en la ONU. Todos ellos son las víctimas propiciatorias de este gran experimento de ingeniería política y social, que nos ha dejado emocionalmente exhaustos y del cual tardaremos muchos años en poder remontar.

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