Tierra quemada

Cataluña está en estado de shock. La salida imparable de empresas y entidades financieras del país, ante la constatación que –a pesar de la suspensión temporal de la DUI- el presidente Carles Puigdemont pretende continuar la aventura independentista, ha desatado un efecto bola de nieve que, en cuestión de días, está paralizando y destruyendo vertiginosamente la economía catalana. El dinero es miedoso y la gente que tiene patrimonio (sea mucho o poco) ha entrado en pánico ante la gran incertidumbre política que han creado Junts x Sí y la CUP.

Las colas que vemos estos días en las oficinas bancarias para retirar dinero, domiciliar las cuentas fuera de Cataluña o cambiarlas a otras entidades no catalanas son muy tristes y patéticas. Gracias al presidente Carles Puigdemont –y a quienes, desde detrás, mueven los hilos de esta gigantesca astracanada- nos hemos convertido en un país tercermundista que reacciona histéricamente ante el temor de la llegada de un corralito.

Cuando se confirmó que CaixaBank y Banco Sabadell trasladaban sus sedes sociales a Valencia y a Alicante, respectivamente, el vicepresidente económico del gobierno catalán, Oriol Junqueras, se lo tomó socarronamente, asegurando ante los micrófonos de Mònica Terribas que esta decisión era transitoria y que, al fin y al cabo, los dos bancos se mantendrían en el perímetro geográfico de los Países Catalanes. ¡Qué gracioso!

Pero, horas después, se hizo público que Gas Natural, la empresa más importante de Cataluña, también había decidido su deslocalización fiscal, en este caso a Madrid. Y, a partir de aquí, se ha desencadenado una fuga masiva y sin precedentes: Abertis, Inmobiliaria Colonial, Planeta, Cellnex, Catalana Occidente, Agbar, SegurCaixa Adeslas, Vidacaixa, EDM, Trea Asset Management, Indukern, Mediolanum, Arquia, GVC Gaesco, Axa, Torraspapel, San Miguel, MRW, Dogi, Freixenet, Lleida.net, Klockner, eDreams, Ballenoil, Service Point, Proclinic, Eurona… han anunciado el cambio de sede a varias ciudades españolas.

Y después del numerito del presidente Carles Puigdemont en el Parlamento, esta tendencia continuará y se acelerará en los próximos días y semanas. En estos momentos de máxima confusión, hay que decir las cosas por su nombre: las empresas que están marchando es muy posible que ya no vuelvan nunca jamás y, después de cambiar su sede social, también mutarán la sede fiscal y, más adelante, irán trasladando los centros de producción.

Si los actuales mandamases de la Generalitat amaran, de verdad, Cataluña tendrían que ser conscientes de los enormes desastres que están causando con su loca huida hacia adelante para intentar tapar los escándalos de corrupción que cometió el pujolismo. Las empresas y los empresarios no marchan por razones políticas o emocionales: la cuenta de resultados y, en definitiva, los intereses de sus accionistas y las nóminas de sus trabajadores corren, objetivamente, un grave peligro por el vacío que provoca la declaración de independencia, aunque haya quedado aplazada, y por eso llegan a la fría conclusión que lo más racional es largarse de aquí.

Como bien decía el vicepresidente Oriol Junqueras, hoy la economía está globalizada e internet nos permite operar con cualquier banco del mundo. Pero esto tiene una segunda parte: el trabajo lo hacen personas con nombres y apellidos concretos, que viven en un piso o una casa de una calle concreta, de una ciudad concreta y que tienen una familia y amigos de carne y huesos.

No estamos hablando de marcas ni de logos. Estamos hablando de empresarios y de trabajadores que, ahora y aquí, ven amenazada su estabilidad económica, su derecho a tener una vida digna y confortable y su loable anhelo de construir un futuro mejor, por culpa de un concepto -la exaltación de la nación- que ha quedado superado y en ridículo precisamente por aquello que aboga Oriol Junqueras: la globalización.

Cataluña es tierra quemada. A partir de ahora, debemos tener claro que cada empresario que se vea obligado a cerrar la empresa y cada trabajador que se quede sin trabajo y en el paro tiene un culpable a quien señalar y exigir responsabilidades: el gobierno de Carles Puigdemont y los grupos parlamentarios que le apoyan. La pequeña gente es la que paga el pato de esta enorme estafa: es la pequeña gente quien recibió los golpes de la policía y la guardia civil el 1-O y es la pequeña gente quien lo pagará con la ruina personal y familiar debido a la recesión económica que, ante la irresponsabilidad del vicepresidente Oriol Junqueras, nos viene encima.

Eso sí: los miembros del gobierno, los diputados, los altos cargos de confianza política, la legión de asesores que viven de engordar la bola procesista y la nube de editores, periodistas e intelectuales que han ayudado a crear y a mantener esta enorme ficción cobran unos sueldos fabulosos a cuenta de los presupuestos públicos. Cuando un empresario tenga que presentar concurso de acreedores o un trabajador sea despedido que piense que Carles Puigdemont ingresa cada mes que continúa en el cargo 11.402,40 euros por catorce pagas.

En la historia de los Estados Unidos hay una frase emblemática que pronunció en 1992 el candidato Bill Clinton durante un debate con George W. Bush y que fue clave para su posterior victoria electoral: «¡Es la economía, estúpido!». En Cataluña podemos decir lo mismo y sólo nos queda una salida: exigir la inmediata convocatoria de elecciones para oxigenar este ambiente tóxico que nos ha envenenado la sangre y el cerebro.

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