La santa corrupción

David Rockefeller murió la semana pasada. Según los conspiranoicos más conspicuos, su séptimo corazón había viajado desde Nueva Zelanda. Ni listas de espera ni hostias. Un corazón maorí, tierno y untuoso que, finalmente, no sirvió para detener la finitud. La estirpe Rockefeller es legendaria. El abuelo, el primero de todos, formaba parte de una pandilla de facinerosos que la historia oficial norteamericana define como robber barons (barones rateros) porque levantaron imponentes imperios económicos de la nada, siguiendo a pies juntillas aquella célebre máxima de Balzac: «Detrás de cada gran fortuna hay un delito«. Eso sí, los Rockefeller, los Vanderbilt, los Morgan, los Carnegie, los Gould… de principios del siglo XX, amasada la fortuna y ya crepusculares, se dedicaron a la filantropía: universidades, escuelas y hospitales surgirían por todo el país con la financiación de los próceres. Pobres, viudas y huérfanos podían descansar tranquilos.

Esta figura del «millonario self-made-man sin escrúpulos» se incluye en el imaginario popular americano y ha sido siempre venerada por los liberales de ayer y de hoy. De hecho, ocupa un lugar destacado en el santoral capitalista: el héroe emprendedor que se enfrenta a las normativas, tasas, leyes, impuestos y aranceles del Leviatan-Estado, y que, finalmente, victorioso, reparte sus bienes entre los desposeídos, afligidos y desheredados. Me viene a la cabeza aquel grafiti aparecido en el muro exterior de una iglesia en Quito: «Lindo crear miseria para luego abrazar pobres«.

El cielo capitalista está trufado de estos robber barons ejemplares, paradigma de una doctrina donde el culto a la propiedad, la explotación del hombre, el individualismo, el consumismo, la especulación, el éxito, la riqueza… forman parte de las oraciones cotidianas. Incluso ahora soplan vientos propicios para estos fundamentalistas de la economía. Nunca antes, el mundo había estado tan mal repartido y tan jodidamente desigual.

Un informe de Oxfam presentado el pasado enero revelaba que las ocho personas más afortunadas del mundo amasan tanta riqueza como pobreza acumulan los 3.600 millones de personas más pobres de la escala. Medio mundo. ¿Cómo es posible? Según el estudio, el 1% más rico del planeta «ya tiene más que el otro 99%». Revistas especializadas como Fortune o Forbes aportan un componente de pornografía sociológica cuando publican periódicamente las listas de los multimillonarios y así nos enteramos que Bill Gates dispone de una riqueza calculada en 75.000 millones de dólares; que Amancio Ortega, el de Inditex, supera los 67.000 millones de dólares que equivalen, para hacernos una ligera idea, al PIB de Uruguay; o que el tercero de la lista, Warren Buffett, ha declarado que «en la práctica», paga menos impuestos que cualquiera de sus empleados, incluido el personal de limpieza. ¡Ole, tú! Pero para ser ecuánimes –demagógicamente ecuánimes- es justo ofrecer un par de perlas del lado oscuro: según Oxfam, hay 3.000 millones de personas que malviven con dos dólares y medio al día. Y esta otra de UNICEF: cada día mueren 22.000 niños por causas derivadas de la miseria. Cada día.

Hay algo que chirría en este mundo traidor. Las normas del juego capitalista nunca habían sido tan sospechosamente sesgadas como ahora y los árbitros y los controladores tan ausentes. La irrupción del capitalismo financiero y las consiguientes supresiones de normas y reglas que los gobiernos han decretado para facilitar la sacrosanta libre circulación del capital sin restricciones han sido el origen de la monumental corrupción que nos rodea. Una corrupción sistémica y global, aristocrática, de guante blanco y de pavorosa impunidad.

El Informe de Oxfam calcula que hay 7,6 billones de dólares depositados en paraísos fiscales. ¡Ay! los paraísos fiscales… ¿Recordáis aquella cumbre de los G20 en Washington a finales del 2008 en que, solemnemente, se decidió acabar con los paraísos fiscales y «refundar el capitalismo»? Incluso, hubo un simulacro de depuración de la OCDE, que proclamó, también solemnemente, que la «lista negra» había sido reducida drásticamente. La verdad, sin embargo, es que la evasión fiscal y el blanqueo de capitales actualmente disfrutan de una salud de hierro y ya operan sin vergüenza ni complejos. Según Tax Justice Network (TJN), Suiza, Hong Kong y Estados Unidos encabezan el ranking de campeones de la evasión fiscal. Además, el negocio de la corrupción tiene mucho recorrido: según datos del FMI, cada año se blanquean entre 600.000 millones y un billón de dólares. Entre 2001 y 2014 se ha multiplicado por cuatro la inversión en paraísos fiscales, como se ha multiplicado por cuatro el número de empresas con presencia en estas aldeas idílicas. De las 200 corporaciones más grandes del mundo, el 90% tiene instalado un chiringuito bajo el sol.

El perjuicio que ocasiona esta práctica a las arcas de los estados es inmenso y sorprende la benevolencia generalizada. Los países en desarrollo pierden más de 100.000 millones de dólares por los abusos fiscales de las multinacionales. En Italia, campeona de Europa, la evasión fiscal asciende a 226.000 millones de dólares. Pisándole los talones, el Estado español. El informe El fraude español durante la crisis, publicado por Gestha (sindicato de técnicos del ministerio de Hacienda) y la universidad Rovira i Virgili revela que la economía sumergida –fraude fiscal, pago en negro…- podría superar los 250.000 millones de euros, poco más o menos el 25% del PIB. Y un dato inquietante de Gestha que demuestra la impunidad de estas prácticas: «Más del 90% de la evasión fiscal no fue detectada el 2015«. Hay que recordar que el 70% de estos delitos provienen de los grandes patrimonios y las corporaciones.

Los Papeles de Panamá, LuxLeaks –con su capo Jean-Claude Juncker al frente- , SwisLeaks y la lista Falciani, BahamasLeaks, Barclays y la manipulación del LIBOR, los escándalos de las auditoras –con mención especial a Deloitte y Arthur Andersen-, la tiranía de las agencias de calificación, el monumental rescate bancario… Y ya en el capítulo ibérico, las vergonzosas estafas que han protagonizado los bancos a plena luz del día. La relación no es, ni mucho menos, exhaustiva. Quedaría por mencionar, por ejemplo, el dilatado apartado delictivo derivado de eso que se ha dado en llamar ingeniería financiera. Al fin y al cabo, es con todo esto con quien la ciudadanía se tiene que jugar los cuartos. No hay color. La indefensión es aplastante. Más todavía. No hace todavía un año que el Parlamento europeo aprobaba –liberales, conservadores y socialdemócratas unidos- la directiva europea sobre la «protección del secreto comercial». En pocas palabras: una severa advertencia a investigadores, periodistas, filtradores y ONG que pretendan sacar a la luz información sensible de utilidad pública.

Así no hay manera.

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