Sin presupuestos

Estamos en las postrimerías del año y las tres administraciones que más influencia tienen sobre nuestra vida cotidiana –el Gobierno central, la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona- no tienen aprobados los presupuestos para el ejercicio 2017. Y no sólo esto: la pelota está en el tejado.

Por ahora es una incógnita política cómo lo harán Mariano Rajoy, Carles Puigdemont y Ada Colau para conseguir sacar adelante las cuentas, esenciales para que se puedan desplegar las partidas presupuestarias que después inciden directamente sobre la gente, con nombres y apellidos, y sobre las empresas. El sistema electoral proporcional, derivado de la Ley d’Hondt, tiene estos inconvenientes.

La enrevesada aritmética que nos han dejado las últimas elecciones generales, autonómicas y municipales hace que sólo a partir de pactos, sobre el papel, inverosímiles se puedan aprobar los tres presupuestos. Y en democracia, se considera que este trámite es capital para medir el grado de confianza que tiene un equipo de gobierno. Que a un dirigente político le tumben las cuentas o no consiga el consenso necesario para aprobarlas es sinónimo de rechazo y, en consecuencia, tiene que presentar su dimisión. Mariano Rajoy, Carles Puigdemont y Ada Colau tienen el cuello en la guillotina.

Estamos en el siglo XXI y la sociedad –empoderada por el estallido de las redes telemáticas- no está para politiquerías. Del mismo modo que las familias han aprendido a administrar cuidadosamente su presupuesto doméstico y que las empresas no pueden funcionar sin un plan contable anual, las administraciones –que son la primera empresa del país- tienen que tener los deberes hechos y aprobar los presupuestos a tiempo para que la economía general pueda funcionar sin contratiempos. Y, lo que es más importante, ejecutarlos según las previsiones que se detallan.

Tres constataciones, derivadas del actual atasco que sufre la tramitación de los presupuestos en el Gobierno central, en la Generalitat y en el Ayuntamiento de Barcelona:

1. El sistema electoral que tenemos no es operativo y consume unas excesivas energías a la hora de adoptar decisiones ejecutivas, pequeñas o grandes. Cuando teníamos un bipartidismo imperfecto (PP-PSOE en el caso de España y CiU-PSC en el caso de Cataluña), la Ley d’Hondt tenía sentido para proteger a las minorías. Pero hemos evolucionado a un escenario donde los actores políticos se han multiplicado y el voto se ha dispersado. Esto hace que las instituciones estén atomizadas y, por lo tanto, abocadas a una parálisis alarmante. En el actual contexto, la reforma de la Ley electoral es inaplazable. Hay que implementar un sistema de doble vuelta o que prime la mayoría para que la administración pueda funcionar con normalidad.

2. Hay que emprender una reforma en profundidad del aparato burocrático estatal, autonómico y local. Nuestra sociedad tiene, por encima de todo, una prioridad: preservar los adelantos logrados con el Estado del bienestar. Esto quiere decir el derecho a la educación gratuita de calidad, a la sanidad pública universal, a la prestación de subsidios a las personas necesitadas (parados, enfermos y disminuidos) y, de manera irrenunciable, a garantizar unas pensiones dignas para la gente mayor. La administración consume demasiados recursos en su propio mantenimiento y hacen falta políticos valientes y responsables que guíen su acción de gobierno en dar a los presupuestos un sentido redistributivo y dedicarlos a atender las demandas sociales esenciales.

3. Sin hacer demagogia ni populismo: los políticos están muy bien pagados. Su salario está muy por encima de la media que encontramos en las empresas. El caso es especialmente escandaloso en los altos cargos de la administración, como ha puesto de manifiesto, por lo que se refiere a la Generalitat, la diputada socialista Alicia Romero. Es obvio que hay que equiparar los sueldos de las personas que se dedican a la política o que ocupan cargos de confianza a la realidad de calle. Pero ya que los diputados del Congreso y del Parlamento y los concejales de Barcelona tienen el riñón bien cubierto hay que exigirles, de entrada, que hagan los deberes. Y su primera obligación es que –en espera que haya una nueva Ley electoral mucho más pragmática y se reforme el desmesurado aparato burocrático- aprueben los presupuestos para el año 2017 antes de que no suenen las doce campanadas.

La política tiene que servir para canalizar y resolver los problemas concretos de la gente. Cuando la política se vuelve endogámica y es, únicamente, un campo de batalla donde priman las tácticas y las estrategias para conseguir o mantener el poder, entonces degenera en politiquería. La aprobación de los presupuestos para el 2017 del Gobierno español, de la Generalitat y del Ayuntamiento de Barcelona es la prueba de fuego que nos debe permitir constatar si los políticos que tenemos saben leer y escuchar el latido de la calle.

Nuestra sociedad está cambiando rápidamente. Esta es la dinámica inexorable que nos determina la revolución digital y el imperio de las redes sociales. A estas alturas de la historia, la politiquería ya no está bien vista. La gente exige a los políticos coherencia, diligencia y efectividad. Cuando lleguen las elecciones, ya premiaremos o castigaremos a los candidatos que se postulen, en función del trabajo que han hecho. Mientras tanto, que se lo monten como quieran, pero que no causen problemas ni bloqueen, con cálculos electoralistas que no interesan nadie, la aprobación imprescindible de los presupuestos para el 2017.

O esto o cualquier día nos volveremos a despertar con otro 15-M.

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