Hay que debatir sobre el fascismo

Desde el inicio de la campaña presidencial de Donald Trump, en 2015, ha habido una preocupación pública por saber si el fascismo, es decir la espantosa ideología de Hitler y Mussolini, ha renacido en Estados Unidos. Sin embargo, los debates sobre el fascismo en Estados Unidos tienen casi un siglo de antigüedad. Harry Sinclair Lewis (el primer escritor estadounidense en obtener el Premio Nobel de Literatura, en 1930) publicó en 1935 “It Can’t Happen Here” (Esto no puede ocurrir aquí) una novela distópica en la que plantea si el fascismo podría darse en Estados Unidos. No olvidemos que historiadores como Robert Paxton afirman “que el fenómeno más antiguo que puede relacionarse funcionalmente con el fascismo es estadounidense: el Ku Klux Klan”.

Susana Alonso

En Europa, cuna del fascismo y donde en mayor o menor medida todos los países tuvieron o tienen sectores fascistas, no nos planteamos que es necesario un debate claro y abierto del origen y las causas. Este debate no debe limitarse al mundo académico, debe extenderse a todos los niveles de ciudadanía y siempre con una participación amplia de expertos y políticos. A medida que el debate sobre el fascismo vuelva a la palestra, el primer tema a analizar debería ser indagar los motivos de su resurgimiento tan generalizado. En este sentido, la reciente incorporación del partido Chega en Portugal como grupo fuerte de extrema derecha ha sido la última señal de alarma. Este tipo de investigación social podría revelar aspectos fundamentales sobre la mentalidad, la cultura y los valores políticos occidentales y cómo elegimos representarlos a nivel político. Todo ello, sin olvidar que en los últimos años han aparecido gran cantidad de libros que ofrecían profecías sobre la posible cuando no inminente desaparición de la democracia.

Para algunos, el problema poco tiene que ver con las deficiencias inherentes de las instituciones democráticas del país y las normas de funcionamiento. Para otros, la crisis fue obra de fuerzas siniestras que buscaban socavar a la democracia. Pero las preguntas son más simples: ¿cómo etiquetar y definir a los enemigos de la democracia? ¿cómo explicar su creciente apoyo en las urnas que estamos observando? No faltan quienes lo achacan a las décadas de globalización económica que ha provocado una desigualdad económica cada vez más extrema, tanto dentro de Estados Unidos como a nivel internacional, y especialmente entre los países del Norte y el Sur Global. Muchos argumentaron que esto seguramente provocaría una reacción populista global que sería la antesala del resurgimiento del fascismo. La crisis financiera de 2008 y la crisis de la deuda soberana europea amplificaron el problema. Muchos críticos de la globalización advirtieron que los núcleos políticos se habían vuelto demasiado tecnocráticos, demasiado encerrados en los procesos democráticos, es decir, demasiado aislados del pueblo.

De hecho, gran parte del debate sobre el fascismo que estalló tras la victoria de Trump y últimamente en Europa, ha servido para plantear una discusión más amplia sobre lo que constituye una próspera democracia. ¿En qué medida las amenazas a la democracia son externas a los países y en qué medida la culpa puede atribuirse a las deficiencias democráticas internas de los sistemas políticos de los países? ¿Podríamos pensar que el discurso del fascismo es una forma de reflejar la creciente desigualdad socioeconómica provocada por las políticas neoliberales?

No falta quien ha propuesto que el fascismo puede ser visto como el test psicológico de Rorschach, que nos permitiría ver lo que afecta a nuestras sociedades. Durante las épocas de crisis, cuando el mundo se vuelve extraño e inefable, tenemos la necesidad de volver al pasado para comprender la confusión del presente y encontrar significado en la historia. ¿Cómo saber si lo que ocurrió con la elección de Trump, con el ataque al Capitolio del 6 de enero del 2021 o el triunfo de los partidos de extrema derecha en Europa no son fenómenos aleatorios o son causales?

Cualquiera que esté preocupado por la democracia debe tomar en serio las fuerzas que le son hostiles: tendencias a la división política y territorial o posicionamientos ante conflictos internacionales. Las guerras de Israel-Gaza y Rusia-Ucrania son un ejemplo actual de cómo estas situaciones generan división dentro y fuera de los partidos. En lugar de permitir que los miedos distorsionen la política, como probablemente ocurrirá en el debate sobre el fascismo, el objetivo ahora debería ser sereno, transversal, sin frenos ni trabas para poder seguir adelante con la esperanza de construir una sociedad mejor para una nueva era.

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