¿Una política sin ideas?

La digitalización de los distintos procesos económicos y el auge de las redes sociales son dos vectores que están impactando de forma clara en los modelos de vida de las sociedades occidentales. La política no ha escapado de esa lógica. Como todo en esta vida, la irrupción de nuevos y pioneros elementos tiene ventajas y riesgos. Por un lado, es cierto que la digitalización y la irrupción de las redes sociales han contribuido a aproximar a la ciudadanía los líderes políticos, los candidatos y las formaciones que concurren a las elecciones y, por tanto, a hacer más accesible la democracia. En este sentido, los electores disponen de más información y más elementos que nunca para formarse una opinión sobre los acontecimientos del debate público.

Susana Alonso

Por el contrario, el crecimiento desbocado de noticias falsas y desinformación está provocando que, paradójicamente, estemos menos informados que nunca. Sin embargo, no tengo por objetivo centrar este artículo en esta cuestión. El objeto de estas líneas es poner de manifiesto que el imparable ascenso de las redes sociales es un factor que no está favoreciendo el funcionamiento de las democracias liberales. En otras palabras, nuestra dependencia de aplicaciones como Instagram, Twitter o TikTok, y la falta de mayor control democrático de las redes sociales está provocando que prácticamente todo sean eslóganes, fotos y vídeos y que se haya reducido mucho el contraste y el debate sobre las ideas políticas. Está claro que quienes salen más beneficiados de esta realidad son los partidos populistas, ya que tienden a simplificar y reducir mucho las soluciones a problemas muy complejos.

Por poner un ejemplo conocido: la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, obtuvo una mayoría absoluta tras reducir su campaña electoral al eslogan ‘comunismo o libertad’ y después de que su comunidad autónoma, como el resto de regiones y de países del mundo, hubieran salido de una pandemia con miles de víctimas mortales diarias.

Sin embargo, sería falaz atribuir únicamente el auge de formaciones de carácter populista a las redes sociales. También ha contribuido la incapacidad de los partidos de tradición más clásica a la hora de dar respuestas a los problemas de la ciudadanía, el aumento de la desafección política, el impacto social de las crisis más recientes o el crecimiento disparado de las desigualdades. Tampoco ha ayudado a la puesta en marcha de fórmulas tecnocráticas en determinados lugares del mundo. En Italia, por ejemplo, y pese a la experiencia política de Mario Draghi, la constitución de su ejecutivo no evitó que la ultraconservadora Giorgia Meloni acabara convirtiéndose en la primera ministra italiana.

Paradójicamente, y en paralelo a todo este magma, existe una ciudadanía dispuesta a escuchar propuestas políticas que ofrezcan, aunque sea desde el punto de vista teórico, soluciones a sus problemas. Lo hemos visto recientemente en las elecciones gallegas, donde buena parte del éxito del BNG ha sido centrar su campaña en cuestiones como la sanidad, la educación o la vivienda. Y esto no va a cambiar. Por eso, soy de los que piensa que la salida de esta crisis de las democracias liberales sólo vendrá de más y mejor política. De un reforzamiento de la (buena) política como instrumento para mejorar la calidad de vida de las personas. Porque no existe (buena) política sin ideas. Las ideas y propuestas son la base para las posteriores estrategias (y no al revés).

La actual incertidumbre exige que las fuerzas políticas, especialmente las que creen en el progreso y en los avances colectivos, ofrezcan un horizonte de futuro a 15 años vista. ¿Cómo quieren que sea su ciudad o su comunidad en 2040? ¿Qué proponen a sus vecinos para alcanzar ese objetivo? La construcción de esta perspectiva de futuro es una de las fórmulas para combatir aquellas opciones que se aprovechan de las rendijas del sistema político democrático y, por otro, para que la ciudadanía perciba que la política tiene una utilidad pública indispensable. Probablemente, uno de los grandes logros de Pasqual Maragall como alcalde de Barcelona fue la capacidad para construir un proyecto político a medio-largo plazo. Quizá sea la hora de recuperar ese espíritu. Es verdad que hace 30 años existían mayorías políticas mucho menos fragmentadas que ahora, pero el aumento de la pluralidad debe ser un estímulo para ofrecer propuestas que reúnan mayorías mucho más amplias.

No hay otra.

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