Míriam y los jueces impíos

Míriam se planta ante el atril. En su sonrisa desdeñosa se escucha el desprecio altivo hacia la casa en donde la han invitado, de categoría inferior a la suya. Escudriña lo feo, lo sucio, todo eso que la disgusta y le amarga la vida.

En la boca de Miriam hay un mohín de arrogancia. Míriam es altiva también cuando le reprocha a la criada filipina que sea descuidada. Una vez dejó un billete de 5 euros entre los cojines del sofá para probar la honradez de la mujer. El billete todavía estaba allí cuando Míriam fue a comprobarlo, pero eso no le sirvió para confiar en la mujer, si no para echarle otra bronca: se nota que no limpias el sofá a fondo, no te daré la paga de Navidad.

La arrogancia le resta sabiduría a la persona sabia, pero ¿qué le resta a la persona de un pueblo del interior de quien se desconocen su formación y sus méritos intelectuales? Míriam nos recuerda: estudiar es de pobres. La ausencia justifica o disculpa ese tono bronco, esa mirada rapaz, gélida y distante. Uno sabe enseguida que Míriam no es feliz. Su infelicidad va más allá de considerarse víctima de una opresión secular. A fin de cuentas, Míriam vive muy bien y ocupa un alto escalafón en la pirámide. Y, sin embargo, algo la corroe.

A Míriam se le ocurrió señalar a los jueces pecadores con el mismo tono del profeta que advierte a los impíos, a los culpables, a los traidores. Su tono adquirió un giro trágico cuando recitó la lista, una vehemencia dramática. Quizás le gustaría ser actriz y representar a una Fedra, a una Antígona. Proceder al señalamiento público exige un alto grado de moralidad en quien lo pronuncia, un alto concepto de sí misma y de su rectitud a prueba de deslices, de errores. Solo los ungidos por un Dios, solo los que nacieron en cuna buena, los jinetes con caballos propios en la hípica son capaces tanta altanería. Míriam contempla el mundo desde su corcel de dignidad y por lo tanto desprecia todo lo que se arrastra más abajo.

Señalar a los culpables se convirtió en un deporte social durante los peores años del procés y a ella le gustaría seguir en el paisaje de la santa guerra: señalaron a periodistas, a escritores, a diputados, a profesores, a policías. Hicieron largas listas de personas que serían juzgadas, deportadas o humilladas en público en el futuro, cuando la patria sea un estado y podamos saldar cuentas. Anotaron a artistas, a camareras de bar, a dependientas de panaderías. Apuntaron a los tibios y a los ausentes en sus actos. Censaron a los desafectos. Se les ocurrió registrar a quienes iban a las concentraciones. Quien hace una lista, hace dos: en la segunda están los que no están en la primera. Así les tenemos anotados, para cuando llegue el momento. Ay de los que no estén en la lista buena: no se salvarán.

Por eso ahora recita listas de jueces impíos, sigue en el mundo de las listas. De nada le sirve saber que un juez ha estudiado una carrera meritoria, que se ha entregado a una carrera compleja y que, en definitiva, si el estado de derecho se llama así es porque hay jueces y juezas que aplican las leyes aprobadas en los foros de la democracia. Su propio partido lleva una lista larguísima de demandas, recursos y denuncias ante la justicia de esos jueces: han denunciado a periodistas y medios de comunicación, a activistas de distintas causas, a partidos y entidades, a instituciones. Y cuando los denuncian exigen la máxima severidad, la máxima pena. El señor Turull, de su partido, exigió la condena por sedición a los activistas que rodearon el Parlamento de Cataluña. Exigió la máxima pena a la judicatura de España.

Del mismo modo que ella debe exigirle a su marido que sea muy severo en el castigo cuando la criada filipina olvida pasar la mopa por cierto rincón. Tengo una lista de errores y olvidos de la criada, le espeta al cónyuge. Deberías ser inflexible con ella, y no te dejes llevar por tus manías comprensivas ni le des segundas oportunidades, que te conozco. ¿Acaso no ves como trato yo a la judicatura española?

Míriam le sonríe a la cámara, con un gesto congelado, cerúleo. Como cuando Torquemada sentenciaba a la hoguera, al potro, al infierno. En su sonrisa sonríe, con toda su ira de fuego, la guardiana de las esencias y la pureza, la verdad por encima de lo verdadero. El fuego que hiela la sangre.

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