El insoportable chantaje moral israelí

Barcelona, 19 de junio de 1987. Miembros de la banda terrorista ETA aparcan un coche cargado con 200 kilos de material explosivo en el estacionamiento del hipermercado Hipercor de la Avenida Meridiana. A las 16:10 horas estalla la bomba, causando una enorme explosión que produce efectos similares a los del napalm. El sádico atentado, claramente dirigido a la población civil, dado el lugar de los hechos (un concurrido centro comercial situado en una de las calles más populosas de Barcelona), provoca 21 muertos y 45 heridos, en su mayoría mujeres y niños.

A las 17:30 se reúne en el Palacio de la Moncloa un mini-gabinete de crisis presidido por Felipe González  -al que también asisten los ministros de Defensa e Interior-, para analizar la situación. Tras el encuentro, el presidente del Gobierno declara: “Llevamos demasiado tiempo sufriendo la lacra del terrorismo. Esta es la gota que colma el vaso”. Y acto seguido el Ejecutivo da orden al Ejército para llevar a cabo una operación militar que se denominará Viento Norte, a fin de responder al bárbaro atentado.

Susana Alonso

Las siguientes jornadas son dantescas: el ejército arrasa la provincia,  y los aterrorizados guipuzcoanos, presionados por los bombardeos, intentan huir por mar y por tierra. Pero es inútil: San Sebastián, principal puerto del territorio, es cañoneado de forma inmisericorde por los destructores de la Armada, y en la frontera de Hendaya quienes intentan pasar a Francia son recibidos con fuego de metralleta. Los que se quedan no corren mejor suerte: el Gobierno Central también ha dado orden de cortar todo suministro. Ya no hay luz, ni agua, ni alimentos, ni combustible. Las operaciones y los partos se tienen que atender a la luz de la velas o de los móviles.

Tras el ataque, Felipe González proclama: “Como estado democrático, tenemos derecho a defendernos del terrorismo. Y una ofensiva así era necesaria puesto que la población civil vasca oculta y ampara a ETA”.

¿Les suena la historia? Nada como extrapolar a nuestro propio contexto hechos que percibimos como ajenos y distantes, para que éstos adquieran una nueva dimensión: su verdadera y trágica dimensión. Que ser un estado democrático no confiere derecho a practicar la limpieza étnica, ni siquiera cuando sufre el azote terrorista, es lo justo, lo ético, lo legal. Que el primo de zumosol de Israel, Estados Unidos, junto con su siervo, la Unión Europea, se hayan puesto del lado de quien comete tal atrocidad en Gaza, no es más que el enésimo capítulo de –como diría Borges– la Historia Universal de la Infamia. Una infamia, por cierto, de la que también participa nuestra derecha española, que mientras clama por la igualdad en sus manifestaciones contra la Amnistía (la igualdad jurídica, nunca la social y económica: la plebe debe ocupar el lugar que le corresponde en el mundo),  apoya a un estado que no sólo perpetra una carnicería, sino que además se permite anatemizar a quienes la condenan, señalándolos como antisemitas. ¿Que usted reconoce el derecho del estado de Israel a existir? Bien. ¿Que usted condena el reciente ataque de Hamás? Perfecto. Pero da igual: Si no aprueba mi ofensiva en Gaza es usted un antisemita. Al mismo nivel de Goebbels o Klaus Barbie.

El último estigmatizado por esta insólita fatwa es Pedro Sánchez. Su posición ante el conflicto, basada en un criterio de pura justicia y sentido común, esto es, condenando a Hamás pero afirmando a la vez que “con las imágenes que estamos viendo y con el número creciente de víctimas, sobre todo de niños y niñas que están muriendo, tengo francas dudas de que (Israel) esté cumpliendo con el derecho internacional humanitario”, le ha valido a España el linchamiento de Israel, como ya sucediera antes con el presidente de la ONU, António Guterres. Un linchamiento que engrandece, paradójicamente, a quien no lo merece: un presidente del gobierno al que todos sabemos un cínico profesional, capaz de afirmar a la vez una cosa y su contraria.

La violencia israelí debe cesar, pero también su insoportable chantaje moral, que pesa como una losa sobre las conciencias. Una artimaña que el estado hebreo ejerce tanto desde el papel de eterna víctima (que se nutre perversamente de la memoria infausta del Holocausto) como desde el supremacismo propio de sentirse el pueblo elegido.

El Roto, lúcido y mordaz observador de la realidad, publicó hace tiempo un dibujo en que un judío, tocado con la tradicional kipá, exclamaba ante un muro construido por Israel: “El crédito del Holocausto lo hemos dilapidado en muros y armamento”.

Lo increíble es que parecen ignorarlo. Ya es hora de que se lo hagamos saber.

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