Pinceladas post-23J

Las próximas semanas serán clave para dilucidar si Pedro Sánchez logra el apoyo de ERC y Junts para su investidura. La amnistía, la petición que han puesto sobre la mesa las formaciones independentistas, ha suscitado, como era de esperar, mucha controversia y han aflorado opiniones de todo tipo. Soy de los que piensa que una hipotética medida de estas características debe ir ligada a un compromiso, por parte de los dirigentes independentistas, de respetar las reglas del juego y de renuncia a la vía unilateral. Además, una fórmula jurídica de esta índole sólo tiene sentido político si sirve para clausurar, de forma definitiva, la forma como se ha entendido la política en Cataluña en los últimos 10 años.

Dicho de otro modo: una amnistía (o el nombre jurídico que acabe teniendo) debería ir acompañada de algún tipo de gesto de las formaciones políticas independentistas hacia los ciudadanos que no comulgan con los postulados secesionistas. Lo justifican dos motivos: el primero es que, después de todo lo que ocurrió en 2017, que fue grave desde el punto de vista político y judicial, el gobierno de coalición progresista ha impulsado numerosos gestos y medidas (de entre los cuales destacan los indultos que, en algunas ocasiones, han sido despreciados por parte de los propios beneficiados) para revertir el choque de trenes de hace 6 años. Y la segunda razón son los resultados electorales de las municipales y las generales, donde la ciudadanía rechazó la vía unilateral y los mensajes grandilocuentes y épicos de los representantes independentistas y pidió que el problema político existente desde hace tiempo se resuelva desde el diálogo y el respeto al pluralismo, y desde soluciones que no lo agraven más. Es decir, los últimos comicios han evidenciado que la población no avala el referéndum de autodeterminación como solución y reclama fórmulas que realmente interpelen a una amplia mayoría de la sociedad catalana.

Por otro lado, hay quien ha escrito, de forma acertada, que una ley de estos rasgos políticos debería contar con el beneplácito o el consenso del principal partido de la oposición. Sin embargo, la deriva política del PP de los últimos tiempos, sus acuerdos a escala municipal y autonómica con Vox, su nula voluntad de renovar el Consejo General del Poder Judicial y su firme oposición a encontrar una mínima salida a la situación política que vive Cataluña le alejan de la ecuación. Parece que la formación conservadora que lidera Núñez Feijóo aún no ha entendido que no se puede gobernar al margen de Cataluña y Euskadi. Y sólo ha faltado la manifestación del pasado fin de semana en Madrid, donde ha quedado patente que quienes realmente dirigen el partido son Díaz Ayuso y Aznar, cuyo discurso podría ser perfectamente el de Vox. El aislamiento político del PP con la extrema derecha es un problema serio para la democracia española. Lo demuestra el hecho, por ejemplo, que el Partido Nacionalista Vasco, que suele tener la habilidad de llegar a acuerdos con PSOE y PP, se ha negado en rotundo ni que sea a facilitar una abstención para que Feijóo sea investido presidente del Gobierno.

En definitiva, la situación es muy incierta y requerirá muchas dosis de diálogo para alcanzar un acuerdo que pueda satisfacer mínimamente a la parte independentista y que pueda ser comprendido por la ciudadanía catalana que votó opciones políticas de izquierdas y no secesionistas así como por el resto de españolas y españoles que avalaron la reedición del ejecutivo de coalición. Sin embargo, en caso de que los independentistas estirasen demasiado de la cuerda o propusieran soluciones que realmente salen del marco legal, no habría otra salida que la repetición electoral, una vía a la que tampoco hay que temer y más teniendo en cuenta que la izquierda se presentaría con un elemento no menor: haber intentado llegar a un pacto con ERC y Junts y no haber cedido ante propuestas que un estado democrático no puede asumir.

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