El móvil como barrera

A pesar de haber conciertos todo el año, acabamos de vivir la temporada en la que se producen una multitud de ellos, la mayoría de los cuales de gran formato. La música vivida en directo, ya sea en pequeños recintos o en grandes pabellones, tiene una potencia comunicativa que nunca tendrá la música enlatada. Su capacidad de conmovernos, la posibilidad de ser transportados, la generación de emociones y el disfrute que te proporciona la música en vivo es difícil superar por cualquier otra actividad. Aunque probablemente con estilos distintos en cada época, no tiene edad. Incluso pueden compartir el mismo espacio y deleite adolescentes con gente entrada en años.

Sin embargo, sí que hay algunas barreras. El tecno, por ejemplo, lo practican poco los maduros y en los conciertos de clásica, quizás por el factor precio, predomina la gente que ya tiene canas. Lo curioso es la creciente dificultad para acceder a las entradas. Internet, más que facilitar las cosas las ha dificultado, y mucho. Los aludes el día que salen a la venta convierten lo que debería ser un acto sencillo en una odisea en la que toda la familia o grupo de amigos debe ponerse de madrugada ante el ordenador a ver quién consigue entrar y llevarse el trofeo.

Nada de improvisar por las ganas de ir a escuchar a alguien. Es imposible. Todo debe ser programado y previsto, en estos momentos y con los artistas de éxito, con un año de antelación. También podríamos hablar de la inflación de precios y de la especulación que se genera en el proceso de venta y reventa.

En los últimos tiempos, el acto masivo pero a la vez íntimo de asistir a un concierto se ha ido volviendo desagradable a causa de la profusión de móviles, que se blanden durante toda la sesión como si fueran una antorcha. Su luminosidad distrae, y reconozco que soy de los que se indignan, ya que me estropea la experiencia cuando tengo que soportar que a mi alrededor que, en lugar de vivir un momento único, hay quien sólo tiene interés en grabarlo y, tal vez, revivirlo con posterioridad. Más allá de las molestias obvias que provocan, de la dificultad de visión y de crear un momento irrepetible, indigna un acto que no tiene sentido, o el de expresar la estupidez del comportamiento contemporáneo digitalizado.

En mi opinión, no se trata de inmortalizar el momento y poder demostrar a posteriori o en el mismo momento que estás allí, sino de disfrutarlo in situ y, de paso, practicar la regla sagrada de la buena educación respecto a los demás.

Los utensilios móviles con cámara, que no tienen ni veinte años de vida, son uno de los peores inventos posibles, puesto que han cambiado, y no para bien, nuestro comportamiento y el acceso a la realidad. Fomentan el impulso enfermizo de grabar cualquier evento, inducen al comportamiento cretino en el espacio público, el triunfo de las actitudes narcisistas y egocéntricas. Acceder al mundo a partir del filtro de la pantalla es una patología disociativa de la realidad que ya tiene un nombre, la nomofobia. Un trastorno del comportamiento que sitúa al smartphone en el centro de nuestra vida, y nos convertimos en unos seres desnudos inútiles sin nuestro móvil. Los momentos interesantes de vivir, los acabamos por reemplazar por la versión artificial de la grabación.

El psicólogo Daniel Kahneman ha escrito sobre el auge de la nostalgia que evidencia el imperativo fotográfico, la creciente obsesión por el “recuerdo” menospreciando el placer de la “experiencia”. Por eso, ha resultado interesante que en los recientes conciertos de Bob Dylan en España, se haya puesto estricto y haya prohibido la posibilidad de usar móviles en la sala de conciertos. Sólo a alguien de su altura artística y de conocidos comportamientos de quisquilloso o cascarrabias le ha sido posible conseguir una medida tan estricta y, a la vez, tan impopular e infrecuente. Móviles bloqueados en una bolsa impermeable e inaccesible han permitido que el público y el músico se pudieran concentrar en lo que es realmente importante en un acto de éstos: la música en directo, la emoción de la experiencia artística.

No consta que en ninguno de estos conciertos se haya tenido que atender a nadie con ataques de ansiedad por sentirse durante un rato incomunicado del mundo exterior o bien que haya habido cuadros psicóticos por sensación de amputación de lo que, aunque mecánico, es ya un miembro más de nuestro cuerpo. Los asistentes gozaron de un acto único y auténtico sin cambiarlo por un sucedáneo digitalizado. Si necesitaban compartirlo, había gente alrededor con la que poder hablar.

Todo un lujo.

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