La socialización del dolor

El homicidio por un disparo en el pecho del joven Nahel M., de 17 años, vecino de Nanterre, ha desatado una nueva oleada de violencia en varias ciudades de Francia. El policía que le disparó, parece que accidentalmente, se ha mostrado «devastado» por este infortunio y ha pedido perdón a la familia del chico.

De nada ha servido este gesto de contrición. La lógica indignación que ha provocado el homicidio de Nahel M. ha degenerado en disturbios que, finalmente, han culminado con el asalto y robo de establecimientos comerciales.

No es algo nuevo en Francia. Las legítimas protestas de los gilets jaunes (2018) o contra la reforma de las pensiones, meses atrás, también acostumbraban a acabar con la aparición de los casseurs y la sustracción en tiendas de preciados bienes de consumo, como teléfonos móviles, electrodomésticos, ropa y zapatillas de marca o gafas fashion.

Por consiguiente, hay que distinguir entre lo que es una muestra de rechazo por el homicidio de un joven de raíces argelinas a manos de un policía -que ha sido encausado judicialmente- de los actos de vandalismo protagonizados por rateros, oportunistas y sin escrúpulos. La lucha de la humanidad contra el racismo y por la igualdad no puede ser asociada a la delincuencia y al caos destructivo.

Esto es gasolina para la extrema derecha, que es la gran beneficiaria política de estos brotes de violencia urbana, ya que da alas a su discurso anti-inmigratorio. Estos días convulsos en Francia, Marine Le Pen (RN) y Éric Zemmour (Reconquête), los máximos exponentes de la extrema derecha organizada, se frotan las manos viendo cómo los casseurs les allanan el camino triunfante hacia el Elysée en las próximas elecciones.

Hay que tener las ideas claras y firmes: la Unión Europea necesita la inmigración para mantener en funcionamiento el Estado del bienestar; la inmensa mayoría de los inmigrantes que viven con nosotros son buenas personas, que quieren trabajar, prosperar y vivir en paz con sus familias; la adolescencia y la juventud es una edad difícil en todas las sociedades y el caso de Nahel M. no era una excepción; los Estados receptores de inmigración tienen la obligación de promover su integración, respetando su idiosincrasia cultural, pero fomentando e inculcando los valores democráticos de la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Convivir e integrar a la inmigración nos interpela a todos. A cada uno de nosotros y a las administraciones públicas. Pero también a los inmigrantes y a las entidades que los representan. Si ayudan a alimentar el discurso de la extrema derecha -como pasa con los disturbios en Francia-, serán ellos quienes, colectivamente, pagarán las consecuencias más negativas, una vez los racistas y los xenófobos se instalen en el poder.

Esto también lo vemos en Ripoll. El ascenso y la victoria en las elecciones municipales de la islamófoba Sílvia Orriols están directamente relacionados con el profundo trauma provocado por los atentados del 17-A del 2017, protagonizados por un grupo de jóvenes de la localidad, adoctrinados y manipulados por el imán Abdelbaki Es Satty que, además, era un confidente policial.

Este dramático episodio ha abierto una profunda herida en Ripoll que, seis años después, todavía no ha cicatrizado. Resultado: atizado por la demagogia de Sílvia Orriols, todos los inmigrantes musulmanes de la localidad se han convertido en sospechosos habituales y serán el objetivo permanente de una perversa campaña institucional de estigmatización que incrementará, todavía más, su marginación.

Del microcosmo de Ripoll al macrocosmo de Francia, y viceversa, la cuestión de fondo es la misma. Los inmigrantes de raíz musulmana y los occidentales tenemos que aprender a convivir, a respetarnos y a entendernos. Sabemos que éste es y será un proceso lento y difícil, que necesita la movilización de las administraciones (en especial, la escuela) y de recursos públicos.

Pero no hay otra alternativa. O esto o la reproducción en Europa de una enésima guerra de religiones o la exacerbación de un choque cultural identitario en el cual todos tenemos mucho que perder, en especial los immigrantes.

Este escenario futurible es grotesco, pero, desgraciadamente, no se puede descartar. En la espiral de la acción-reacción, los más débiles siempre son derrotados por la potencia represora, cada vez más sofisticada y contundente, del Estado, que la extrema derecha, si llega al poder, acentuará.

Lo más grave de los jóvenes radicalizados de las banlieues –como ha pasado en Ripoll- es que con la violencia alimentan el monstruo del fascismo xenófobo, del cual acabarán siendo las víctimas propiciatorias cuando triunfe y, por extensión, también el resto de colectivos de la sociedad, como los LGTBI+, que luchan por su reconocimiento y su plena normalización. La socialización del dolor, teorizada y practicada por ETA, es una barbaridad conceptual que debe ser confrontada y erradicada de cualquier planteamiento político.

Esto lo entienden muy bien las madres y los abuelos musulmanes que, junto con los imanes, han salido estos días de infierno en Francia para pregonar, alto y claro, que con la violencia no se arregla nada y reclamando con vehemencia que los jóvenes pararan los actos vandálicos. La historia de la humanidad la escribimos cada día y no tenemos que perder nunca de vista nuestro horizonte, que es la concreción de un mundo donde todos y cada uno –tenga el color de piel que tenga o las creencias religiosas que profese- viva con dignidad, en paz y armonía.

La comunidad musulmana arrastra un agravio histórico que ya hace 75 años que dura y que hay que tener siempre muy presente: la ocupación de Palestina y la feroz e implacable represión del Estado de Israel contra los palestinos. Mientras este contencioso no sea pacificado –y ya sería hora que las grandes potencias presionaran para lograr un acuerdo satisfactorio que ponga punto final-, el goteo de muertos no para, la sensación de injusticia no se cura y los musulmanes siempre tendrán un hierro candente al cual agarrarse para intentar justificar el recurso a la violencia.

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