Una oportunidad para ‘La sombra del viento’

No creo en las casualidades. De hecho, creo más en las causalidades, en que algo o alguien nos pone en contacto con personas, con situaciones, con paisajes, que nos evocan otros momentos, y que nos impulsan a pensar, a no olvidar aquello que vivimos. Y de repente, en un viaje en tren, aparece una joven que se sienta a tu lado y te sonríe. Da a entender que no piensa estar callada en todo el trayecto que va desde Alicante a Barcelona. Y así es. No recuerdo exactamente qué frase o comentario es el inicio de una conversación que se mueve entre la educación, la guerra en Ucrania, la falta de valores y la lectura. Y me sorprende gratamente que una chica de tan solo veintiún años, tenga un amplio conocimiento de la actualidad y una capacidad de argumentación considerable. Es mucho más madura de lo que había pensado. De pronto, me confiesa que existe un libro que le cambió la vida. Esbozo una sonrisa, pensando en qué libro será ese que la ha marcado tan joven. La sombra del viento, me dice. Y añade: ¿Lo conoces? Todavía hoy me conmuevo al pensar en aquel momento. ¿Cómo es posible que una chica de esa edad se aferre a la magia de esa maravilla escrita por Carlos Ruiz Zafón?

Y María, que así se llamaba ella, me introduce de nuevo en el Cementerio de los libros olvidados, en esas callejuelas de Barcelona, en esa ciudad gris y misteriosa que él dibujó y que sigue siendo traducido a nuevos idiomas, la última, al japonés. Y no logro concretar el tiempo que pasamos hablando de esas páginas donde los personajes carecen de etiquetas, pero acaban atrapándote, formando un conglomerado que se une a ese paisaje de casas pudientes e, inevitablemente, a esa librería donde nada es lo que parece, donde la atmósfera te atrapa, donde los libros cobran vida. Y esa sutileza ya se plasma desde las primeras líneas: “Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derrama sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido”.

Justo dos semanas después, me encuentro con un exalumno que no hace ni un año que acabó la carrera de periodismo. Se alegra de verme y de saber que, modestamente, me dedico a escribir; también a leer. Me recomienda un libro que ya ha leído un par de veces. Me estremezco cuando oigo que de sus labios brotan cuatro palabras, La sombra del viento. Jordi tiene la misma edad que María, veintiún años. Respira hondo para explicarme que la librería de los Sempere tiene que existir, que Ruiz Zafón nos dejó escrito un enigma y que no puede ser que allí se ubicara una tienda de complementos. Me confiesa que quiere entrar como sea y perderse en los recovecos de su trastienda. Quizás allí se encuentra el Cementerio de los libros olvidados. No está loco. Solamente ha caído en el hechizo de una historia que se plasma también en las calles de Barcelona, con rutas que se adentran en esos lugares descritos a la perfección. Jordi también me cuenta que ha escuchado el audiolibro de La sombra del viento impecablemente recitado por el sabadellense Jordi Boixaderas.

Y después de esos momentos de intercambio literario, donde casi me obliga a la relectura de un libro donde voy a descubrir momentos únicos que se me habían escapado antes, Jordi me comenta que La sombra del viento debería ser lectura obligatoria en el bachillerato. No reniega de Nada, de Carmen Laforet, con la que tiene en común esa Barcelona triste y gris, pero me pide que haga algo para reivindicar esa historia tan especial. Le respondo que, como en la novela de Carlos Ruiz Zafón, los libros te escogen a ti y no tú a ellos, que la obligatoriedad de una determinada lectura no la va a hacer más importante. Y, sobre todo, no te va a envolver ni a trasladar a ese estado en el que pasas a ser un personaje más de la historia, agazapado quizás detrás de una cortina donde observas sus misterios.

Y me despido de Jordi deseando llegar a casa para volver a leer “La sombra del viento”; por tercera vez. Pero antes, doy un paseo por la calle Ferran y la del Gall; atravieso la Plaza Sant Jaume y llego hasta la iglesia de Santa María del Mar. Me paro unos instantes y sigo andando hasta el Ateneu Barcelonès. Y, a través de sus cristales, me parece ver a Carlos Ruíz Zafón que me sonríe. Pues claro, es que nunca se fue.

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