Un desayuno de invierno sin palabras

En uno de los poemas de su libro Paroles, el poeta francés Jacques Prévert describe, con versos cortos e incisivos, la impresionante indiferencia que puede acompañar un desayuno en solitario en un bar de una ciudad que podría ser perfectamente Barcelona: el poeta, sentado en una mesa de ese bar, busca inútilmente la mirada –o una palabra– de otro cliente del mismo establecimiento sentado cerca de él, mientras éste bebe con calma su café con leche, fuma un cigarrillo y, finalmente, se pone la gabardina y el sombrero (el día era, naturalmente, lluvioso) y se aleja sin haber dirigido una sola mirada, una sola palabra, al poeta, el cual, ya vencido por un silencio que no ha podido romper, apoya la cabeza en una mano y llora, con ese llanto desolado y callado de tantos solitarios. Un final de poema muy romántico.

Pienso a menudo en estos versos de Prévert, no sólo cuando tomo un café o una copa en un bar, sino también cuando utilizo el transporte público o paseo por la calle y busco –casi siempre inútilmente– la mirada, aunque sea furtiva, de los peatones, la gran mayoría de los cuales parecen absortos hablando a través de sus teléfonos móviles o mirando sus pantallas que, con mayor frecuencia de lo necesario, les llenan (nos llenan a todos) de mensajes idiotas, insustanciales y perfectamente olvidables, que tienen por único objeto incitarnos a consumir, sin importar demasiado el producto que consumimos.

A la vista de este tipo de selva llena de teléfonos móviles, creo que estamos sobrevalorando las imágenes, como si pudieran suplir las palabras, esa personal forma que tenemos –o teníamos– de comunicarnos. Varias imágenes no valen prácticamente nada si no son sugerentes de palabras que puedan definirlas, abarcarlas. In principio erat verbum, dice el inicio del Evangelio de San Juan, y quizá al final de los tiempos humanos habrá también la huella del verbo; alguien quedará para contarlo.

Quizá sea una ilusión mía, pero hace unos años, o más bien unos lustros, el panorama de nuestras ciudades era otro: tanto en los bares como en los transportes públicos encontrabas tanta o más gente leyendo que la que ahora ves con la mirada fija en los móviles, convertidos en verdaderos ladrones de libros. Esta gente leía, en general, periódicos, que eran más variados y no tan aburridos y carcas como los actuales, pero a veces también se tragaban novelas gruesas, como Guerra y paz o La Regenta. Yendo por las calles veías a personas con un diario o más (o un libro o más) bajo el brazo, que nos recordaban a la protagonista de La insoportable ligereza del ser, de Milan Kundera, que decía que ir con un libro en la mano cuando salía de casa le daba seguridad. Una seguridad que a muchos de nosotros nos hubiera gustado que fuera tan contagiosa como una gripe.

Había igualmente –y eso no es sólo una ilusión mía–, más librerías y quioscos de prensa que en la actualidad, donde podías encontrar periódicos extranjeros, o encargarlos, y mantener una charla sobre el anarquismo en Cataluña con el quiosquero. Así como en nuestros días es bastante difícil ir por la calle sin encontrar gente enganchada al móvil, antes, cuando salías a pasear, era difícil no encontrarse con personas con sus libros y periódicos en las manos.

En momentos de pesimismo, llego a la conclusión de que para los miembros de las nuevas generaciones estas imágenes de ciudades con muchos lectores de periódicos y libros pueden acabar siendo incomprensibles, y que les pueda ocurrir algo parecido a lo que le ocurría a ese personaje de un chiste de Forges, que decía que le gustaba mucho la literatura, ya que había podido ver por la televisión un montón de telenovelas.

En otros momentos más optimistas imagino que esto no será exactamente así: el poeta Prévert pertenece a una generación anterior a la mía, una generación que no tenía ningún aparato de esos que parecen apéndices humanos y, sin embargo, él también se vio privado de la mirada y de la palabra de sus vecinos de café, y experimentó la indiferencia de sus teóricos compañeros, una indiferencia que hoy puede haberse convertido en desconfianza y, en el peor de los casos, en un gran miedo a los demás, en una soledad confusa, que podría decir Góngora.

En estos momentos de optimismo me gusta pensar que los humanos sabremos reaccionar a tiempo, enterrar estos miedos y reencontrarnos por las calles y los bares de las ciudades para fumar todos juntos, si es necesario, los cigarrillos de la paz, con un móvil y un libro en las manos.

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1 comentario en «Un desayuno de invierno sin palabras»

  1. hola deporsi antes de la pandemia ya éramos adictos a la tecnología qué nos alejaba de toda conversación,
    hoy después de la pandemia vivimos más temerosos y solitarios completamente absortos por,
    lo que este nuevo modelo de independencia a matado…. sentimientos,sensaciones,emociones que antes teníamos y disfrutábamos de ellas,el comentario lo hago para que, nos siga agradando qué al caminar,en el trasporte en casa etc saludar a cuanto semejante se cruce con nosotros,
    convivir aunque nos juzguen locos,
    locos los que quieren hacer independientes,feministas,gays y crear seres egoistas,
    quiera Dios nos siga dando la fuerza de ser seres humanos amorosos y respetuosos de cada tendencia sin olvidar la esencia del proposito original saludos fraternos

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