Perdidos

Leo la noticia de la expulsión de una veintena de niños y niñas de quinto y sexto de primaria de un AVE en dirección a León por mal comportamiento. Y, como no puede ser de otra forma en estos tiempos que corren, todas las miradas, todas las críticas, se dirigen al interventor que tomó la decisión después de advertirles de que bajaran la voz, cambiaran su conducta y se pusieran la mascarilla. Yo, que he sido docente durante cuarenta años y me creo con la autoridad suficiente para opinar, observo unas pautas muy definidas en las que sobresale ponerse siempre a favor del afectado, sin valorar concienzudamente y objetivamente toda la casuística. En este caso, es muy lamentable que los padres, pero también la escuela, pongan el grito en el cielo por una decisión de la autoridad máxima en el tren, y más teniendo en cuenta que Renfe actuó de forma ejemplar, proporcionando un transporte alternativo al grupo que se dirigía a León.

Me ha costado encontrar una noticia en la que se especificasen todos los detalles del caso, porque la mayoría de medios se ponen de parte de los afectados, sin un análisis exhaustivo de lo ocurrido. A mí, que siempre he sido un espíritu de contradicción y que he vivido casos parecidos en el transporte público, me habría encantado que nos hubiesen expulsado de un tren o de un autobús si mis alumnos no hubieran cumplido las normas básicas de comportamiento. De hecho, en este caso, poco se habla de los profesores acompañantes, que parecen ser algo así como invitados de piedra. Quiero imaginarme que intentaron calmar a sus alumnos, seguramente tan tímidamente, que no les hicieron ni puñetero caso.

Me imagino también a los familiares de estos niños y niñas dolidos con el interventor del tren, hablando con abogados y profesionales del ramo para ver de qué manera se lo pueden cargar, pedir alguna indemnización, apartarle del trabajo, incluso que lo pierda para siempre, en definitiva, buscar una cabeza de turco, seré claro, para tapar la realidad, que no es otra que, la mala educación de sus hijos. Porque, admitámoslo de una vez, muchos padres y madres han perdido el control de la educación de sus hijos, también muchos educadores, y, entonces, la solución consiste en buscar a los culpables fuera del mismo ámbito. En este caso, un responsable del convoy en el que era obligado cumplir unas normas mínimas que, por lo que fuera, los niños y niñas no siguieron. Estos padres, cegados por el amor que profesan hacia sus hijos, cierran también los ojos ante lo que se les avecina, protegiéndolos hasta el extremo, encerrándolos en una burbuja que conseguirá hacerles más daño que el que puedan sentir al verse apeados de un tren a la vista de otros viajeros. La palabra “trauma” también ha sido pronunciada por algún padre. Todo suma para escudarse en las propias carencias.

Y como una anécdota vale más que mil palabras, me viene a la mente una escena que viví con unos padres que, como muchos, prefirieron la mentira, mirar hacia otro lado, antes que admitir la realidad. Aunque estaban separados, venían juntos cuando se les convocaba para hablar del comportamiento de su hijo. En un primer momento, se insultaron ante mí (no voy a reproducir aquí las palabras, pero muy subidas de tono). Interrumpí la desagradable escena con un grito que les hizo callar de repente. No era la mejor forma de ayudar a su hijo. Parece que lo entendieron. A continuación, di lectura a todos los abusos que el alumno había cometido en los últimos días: saltar por encima de las mesas, insultar a una profesora, robar material de otros alumnos, escupir a un compañero de clase… Mi madre me cortó asegurando que aquél no era su hijo, que él era cariñoso, pasaba la aspiradora en casa y cuidaba al perro. Me quedé en silencio escuchando y preparando mi estrategia. Me levanté, fui a buscar un papel y le dije que, si estaba tan segura de lo que decía, no tendría ningún inconveniente en firmarme un documento en el que me autorizaba a grabar a su hijo en el recinto escolar. El padre, que creía más en mis palabras, le instó a que firmara. Se derrumbó y empezó a llorar pidiendo ayuda. Yo no estoy indignado porque a estos niños y niñas de las escuelas de Llacuna y Cabrera d’Anoia les hiciesen bajar del tren; estoy preocupado por la deriva y la ofuscación de los padres que, conscientemente, han perdido el norte.

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