Patrias (relato pseudo filosófico)

El protagonista de la novela de Joseph Roth La marcha de Radetzky, el viejo señor de Trotta, decía que su patria era el palacio del emperador austríaco Francisco José. Únicamente dentro de ese palacio, en el interior de aquella casa de muñecas y soldados, el nonagenario señor de Trotta, héroe involuntario de la batalla de Solferino, se sentía como en su casa, se sentía como un niño que entra en una habitación que está llena de sus juguetes favoritos.

Se suele decir que La marcha de Radetzky constituye una crónica, magníficamente novelada, de la decadencia y desmembramiento del Imperio Austrohúngaro. No es casual que Roth haga coincidir la muerte física del señor de Trotta con la del emperador Francisco José.

Con una ironía no exenta de melancolía, Joseph Roth constata que, a partir de esas dos muertes casi simultáneas, los palacios imperiales y todas sus casas de muñecas y soldados ya no podrán ser patria para nadie. Así lo corroboran también los escritores Tomasi di Lampedusa y Llorenç Villalonga, quienes, en sus novelas, aparecidas durante la década de los años cincuenta del siglo pasado, Bearn o la sala de las muñecas y El Guepard, respectivamente, levantan acta de una manera muy lúcida de la decadencia y el fallecimiento de una aristocracia que no tenía armas para defenderse de una burguesía mercantil, arribista y muy poco considerada con las preclaras virtudes y los vicios escondidos de la clase que se disponía en suplantar, sin apenas mejorarla. Al principio de la novela de Villalonga figuran estos versos de Salvador Espriu, que sin duda reflejan el estado de melancolía del autor de la novela mencionada: “Mis ojos ya no saben/sino contemplar días/y soles perdidos”.

El final de aquel mundo al que pertenecían los protagonistas de las dos novelas mencionadas (Don Toni y Don Fabrizio) implicaba también su propia muerte, ya que, tal y como pensaba Don Fabrizio, en definitiva, su muerte era el final del mundo, del mundo aristocrático que en Palermo estaba integrado por unas 200 personas que no se cansaban de encontrarse, siempre los mismos, para congratularse de su existencia. Parece que en Barcelona, ​​según dice Fèlix Millet, también eran 200 las familias que hasta hace poco se reunían, muy aparentemente felices, aquí y allá, pero a diferencia de las de Palermo nunca conformaron una verdadera aristocracia, ni siquiera una patria separada.

Ciertamente, ya quedan pocas personas que identifican su patria con un imperio o una monarquía, pero sigue siendo habitual que la identifiquen, que la identifiquemos, con una parte del mundo, con un territorio más o menos extenso y más o menos limitado. Algunas personas, singularmente algunos grupos de izquierdas, han hecho considerables esfuerzos teóricos para ampliar este concepto restringido de patria: “Mi patria es el mundo” o “mi patria es la izquierda” son algunas de las frases que esas personas y grupos han hecho circular con mayor o menor fortuna. Terre, patrie es el título de uno de los libros del filósofo francés Edgar Morin. La patria, para Morin y para muchos intelectuales contemporáneos, coincide exactamente con la superficie de nuestro planeta. Una patria tan utópica como necesaria; una patria desconocida, aunque presentida. Para algunos poetas neorrománticos, la única patria posible es la que está basada en el calor de una amistad, que podría llegar a ser planetaria.

Los discursos neoglobalizadores pasan de puntillas sobre esa idea global de patria. El dinero nunca ha tenido una patria concreta, ni necesita tenerla, porque ya le va muy bien que el mundo esté dividido en numerosas patrias enfrentadas; así puede acercarse a la que más ventajas le ofrece.

Algunas de las personas que, recientemente, hemos tenido la voluntad de acercarnos a la idea de patria que defiende Edgar Morin lo hemos hecho con la ilusión de que esta patria que es el mundo se construya a partir de las pequeñas patrias en que, desde hace demasiado tiempo, se encuentra dividido nuestro planeta, y que el resultado sea no un palacio imperial lleno de soldados y muñecas, ni tampoco ningún edificio singular lleno de Abu Dhabis, sino una casa muy ancha, llena de amigos, con todas las habitaciones perfectamente comunicadas.

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