Un 25% para hurgar en el fanatismo

Susana Alonso

Ya tenemos la excusa perfecta. Unos y otros, los dos extremos, unos en catalán y otros en castellano, han respirado tranquilos porque así todavía están vivos, todavía pueden atizar los sentimientos, el estómago, por encima de la razón. Y, si bien es legítimo pedir más horas de castellano en la escuela, si bien también lo es defender un modelo lingüístico que ha sido primordial para que los castellanohablantes pudieran acceder claramente al bilingüismo, la realidad es que unos y otros se nutren de una radicalidad, de un sentimiento de desprecio, que imposibilita llegar a puntos en común. La hispanofobia de unos y la catalanofobia de otros camina inexorablemente hacia un espacio donde la convivencia queda ya tocada de muerte.

Cabe recordar que Jordi Pujol se mostraba en desacuerdo en la aplicación de una inmersión que suponía, de facto, que los hijos de los inmigrantes venidos de diversas partes de España, llegaran a dominar dos lenguas, lo que solo era un privilegio de los catalanohablantes. Además, a la burguesía catalana ya le iba bien que esa gente permaneciera en sus barrios, sin mezclarse demasiado con los que les daban de comer. Por eso, la inmigración aplaudió que el catalán fuera la única lengua de aprendizaje en la escuela, ya que podía significar un ascenso en la escala social, un punto más para poder acceder al mercado de trabajo. La izquierda, el PSC y el PSUC, apostaron claramente por este modelo, precisamente por intentar cohesionar a la sociedad catalana, teniendo en cuenta que a aquella inmigración que se manifestaba mayoritariamente en favor de la «libertad, amnistía y estatuto de autonomía”, le faltaba un escalón para integrarse por completo en el lugar donde vivía: la lengua.

Cuarenta años después, podemos afirmar que la inmersión ha sido un éxito. Se lo dice un profesor que ha trabajado todo este tiempo en escuelas e institutos, constatando que el alumnado de lengua materna castellana acababa sus estudios obligatorios con unos niveles aceptables de catalán. Sin la inmersión, estos alumnos nunca serían bilingües. Ahora bien, ¿hay que divinizar la ley de inmersión hasta el punto de convertirla en un mantra intocable, en una especie de símbolo intangible? Claramente no. Después de todo este período, varios factores han convergido para que llegue el momento de plantear cambios que fortalezcan el objetivo del dominio de las dos lenguas oficiales en Cataluña.

Por un lado, los estudios que existían en los años ochenta sobre la inmersión la definían como enseñanza en una lengua no propia, no materna. La mayoría venían de Canadá, donde alumnos anglófonos eran inmersos en la lengua francesa y los francófonos en inglés. En Cataluña (quizá deliberadamente) los alumnos catalanohablantes fueron excluidos de la inmersión, creando, ya desde el principio, un agravio comparativo. ¿Cuál era el objetivo en esa época? ¿Que el alumnado castellanohablante conociera perfectamente el catalán? ¿O que el alumnado catalanohablante olvidara para siempre el castellano? Recuerdo que se decía que estos últimos ya lo aprenderían en la tele y en la calle y, por tanto, no era necesario enseñarlo en la escuela. El ideal perfecto de inmersión habría sido que, por poner un ejemplo, en Cardona o en Mollerussa, los alumnos hubieran realizado la enseñanza en castellano y en Hospitalet o en Badalona, en catalán.

Un factor importante que no hay que menospreciar es, sin lugar a dudas, el papel del procés en todo ello. A lo largo del tiempo se ha visto, de una manera muy torpe y dolorosa, como ciertos sectores del independentismo (y con fuerza en el Govern), apoyaban (y apoyan) posturas contra el castellano. De hecho, en su República imaginaria, el catalán era la única lengua. Ningún interés en tener en cuenta más de media Cataluña que tiene el castellano como primera lengua. El daño que le han hecho al catalán es enorme. No se ama una lengua imponiéndola; no se logra que se ame si se desprecia la del otro.

La solución no pasa por el 25% de clases en castellano. De hecho, no se entiende la enconada defensa de una ley por parte de los Comunes, sin querer llegar al fondo de la cuestión, ni el grito en el cielo puesto por entidades por el hecho de hacer una materia en castellano, como si esto pudiera significar la muerte definitiva del catalán. Salvo si quieren la confrontación por encima del consenso. Cuarenta años después es necesaria una revisión. Incluso Irene Rigau, nada sospechosa de españolismo exacerbado, lo pide. Y esta implica adaptar el modelo a cada centro escolar. Más horas de la lengua en minoría. Tan fácil como esto. Pero, claro, ¿quién lo quiere si el fanatismo que nos atrapa da luego tantos frutos en forma de votos?

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