Desterrar el odio es la tarea más urgente

Si hay algo que me preocupa del desgraciado proceso secesionista iniciado en 2012, bajo la presidencia de Artur Mas, es la legión de personas fanatizadas que ha creado. Catalanes de buena fe que se creyeron que el camino hacia la independencia marcado por los líderes de CDC y de ERC y de las entidades ANC y Òmnium Cultural era deseable y factible, sin tener plena conciencia que era totalmente incompatible con los principios fundacionales y de funcionamiento de la Unión Europea, de la cual formamos parte, y, por supuesto, con la vigente Constitución española.

Me sabe mal que ahora todos estos independentistas acérrimos estén desorientados, decepcionados y cabreados. El supuesto giro estratégico que han emprendido ERC y JxCat (los herederos de CDC) con la formación del nuevo gobierno de la Generalitat -priorizando el diálogo con el Gobierno español y la gestión del día a día- certifica la congelación del movimiento secesionista. Como mínimo, durante los próximos dos años, que es el plazo marcado por el Muy Honorable Pere Aragonès para evaluar los resultados de las negociaciones con el presidente Pedro Sánchez.

El abandono de la vía unilateral por parte de los dos principales partidos soberanistas ha dejado huérfanos a miles de independentistas, que ahora se sienten traicionados por los líderes que les prometieron hacer realidad la separación inmediata de España. De la indignación a la frustración, de la frustración a la rabia y de la rabia al odio hay un camino muy corto, cuando se trata de personas que no saben tomarse la vida con filosofía, buen humor y amor.

Desgraciadamente, el rencor -profundo y venenoso- se ha incrustado en el corazón de muchos catalanes, incapaces de aceptar y de convivir con la realidad política, social y cultural del país, plural y compleja. Obviamente, tienen la coartada de la presión y las condenas judiciales que sufren muchos independentistas para continuar justificando su odio contra los que no pensamos como ellos, pero son incapaces de discernir todo el mal que, objetivamente, han hecho a la convivencia entre los catalanes y a la economía durante estos últimos nueve años.

En esta nueva etapa en la cual entramos, la prioridad es desterrar el odio de la sociedad catalana. Hacer entender a los secesionistas recalcitrantes que no merece la pena consumir la vida con la impotencia y la tirria quemando el cerebro y ensuciando el espíritu. Tenemos que acoger y confraternizar con estos “rebeldes que fracasaron”, darles acogida y perspectiva. Hay que tranquilizarlos: Cataluña tiene el futuro garantizado en la Unión Europea y la lengua catalana no está en peligro (siempre que no la conviertan en antipática, como hacen muchos independentistas).

Pero, para curar las heridas provocadas por la aventura secesionista, hace falta, antes que nada, hablar claramente y ser sinceros. Los primeros pasos del presidente Pere Aragonès son muy incoherentes y no invitan a la anunciada corrección del rumbo. Por ejemplo: la respuesta desafiante y de desprecio hacia los indultos otorgados por el Gobierno español a los políticos condenados por el referéndum del 1-O y la abortada DUI no es la que cabría esperar, en la perspectiva de la reconciliación y del buen gobierno.

En vez de apostar por desterrar la semilla del odio de la vida catalana, el Muy Honorable Pere Aragonès se dedica a regarla con actitudes y declaraciones fuera de lugar. Detrás de este modo desconcertante de hacer está, por supuesto, la complicada personalidad del líder de ERC, Oriol Junqueras, que unos días dice blanco y otros dice negro y que da la sensación permanente que su mano derecha no sabe lo que hace su mano izquierda. Cataluña no puede ser rehén de un actor político de primer nivel, tan confuso, egocéntrico y contradictorio.

Para rehacer los puentes rotos es imprescindible que el Gobierno de la Generalitat se mueva claramente por los principios de la responsabilidad y de la lealtad institucional. No se puede abordar el diálogo y la negociación con el Gobierno español con desconfianza y prevención ni con la intención oculta de engañar y desobedecer a la mínima.

Si los interlocutores de Madrid tienen la sensación que, a la que giren la espalda, la contraparte independentista los apuñalará, no avanzaremos ni un milímetro ni iremos a ninguna parte. No puede ser que en la mesa de diálogo quienes vienen con la mano extendida se encuentren que se les responde a dentelladas.

Al presidente Pedro Sánchez se le pueden hacer todo tipo de críticas y reproches, pero, en todo caso, no se le puede tildar de bobo. Lo ha demostrado con su fulgurante trayectoria política, que lo ha llevado al liderazgo incontestable del PSOE y a gobernar desde la Moncloa.

Los catalanes, representados –nos guste más o menos- por el Gobierno de la Generalitat, no podemos ser encasillados, en España y en la Unión Europea, como personas que no somos de fiar, que tenemos siempre pensamientos oscuros, que nos movemos por el rencor y que hacemos de la infidelidad y de la insolidaridad nuestra forma de ser y de comportarnos con los demás. Esta manera de ir por el mundo no es aceptable en el siglo XXI y es un estigma que nos perjudica, a la corta y a la larga, en nuestro anhelo racional de devenir una sociedad próspera, cohesionada y con futuro para nuestros hijos.

¿Qué empresa española o inversionista extranjero se querrá instalar en un territorio donde no sabes si el interlocutor oficial que tienes delante es sincero o te está preparando una trampa para robarte y hundirte? ¿Qué recuperación económica podemos ambicionar si no sabemos, exactamente, cuáles son los planes y los proyectos secretos del supuesto “gabinete negro” que teledirige los pasos del Gobierno de la Generalitat para “volverlo a hacer” y desafiar las reglas básicas del sistema constitucional español y de la Unión Europea?

La gran preocupación del presidente Pere Aragonès tendría que ser la recuperación de la credibilidad y la confianza de las instituciones y de los representantes de Cataluña como interlocutores serios, fiables y de palabra. Y esto solo será posible si, previamente, no aplicamos el antídoto eficaz de la empatía, de la alegría y del buen humor para neutralizar el veneno que corre por las venas de muchos catalanes y que les intoxica el discernimiento y la interacción social.

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