¡Salvemos Cataluña!

Hay una realidad que existe desde hace más de mil años: Cataluña. Pero aquello que da sentido a este triángulo que une el cabo de Creus con el delta del Ebro y el Valle de Aran es, siempre y en cada momento, la gente que vivimos en él, hablemos la lengua que hablemos, tengamos el dinero que tengamos.

Y debo manifestar que, en la actual coyuntura histórica, la sociedad catalana está devastada y sumida en un gran desconcierto. Nos habíamos acostumbrado a hacer del turismo la gran fuente de ingresos de nuestra economía y la crisis sanitaria de la pandemia ha destrozado este sector, con especial impacto en la ciudad de Barcelona y en todo el litoral.

El boom de la construcción, basado en la especulación, también se ha acabado y, en su caída a los infiernos se cargó el sistema financiero de las cajas de ahorros catalanas, que han desaparecido del mapa. Además, el terremoto del proceso independentista provocó la deslocalización de las dos grandes entidades bancarias que quedaban en Cataluña, CaixaBank y Sabadell, que han buscado otros horizontes.

La principal fábrica que existe, Seat, se juega su futuro con la implementación del coche eléctrico. Pero esta transformación requiere unas ingentes ayudas públicas que no está claro que se acaben liberando… y ya veremos qué decide Volkswagen.

El Barça, el club y el orgullo por antonomasia de Cataluña, está en una situación crítica, ahogado por las deudas y con un presidente, Joan Laporta, que es un frívolo insolvente. Solo hace falta que China recupere la producción porcina, muy tocada en los últimos años por la peste porcina africana, y el potente sector ganadero catalán, que ahora tira del carro de las exportaciones, también quedará hundido.

En tiempos de Pujol nos decían que éramos un oasis (lleno de corrupción y omertà), pero ahora somos un desierto. Cataluña ha tocado fondo. La lucha política fratricida entre ERC y JxCat impide que, incluso, haya gobierno de la Generalitat desde hace meses. Patético.

Tenemos una clase política de muy baja calidad que, en general, solo mira por sus intereses egoístas: el cargo y el sueldo. Se han autootorgado unos salarios indignos que obnubilan su obligatoria vocación de servicio a la sociedad y solo están obsesionados en no perder estos privilegios.

Obviamente, la aventura independentista y la implacable represión del Estado, a través del poder judicial, han hecho mucho daño y todavía condicionan nuestro marco político. Pero es hora de mirar hacia adelante. Lamernos las heridas no sirve de nada y el masoquismo es una práctica estéril.

Hay que conseguir el indulto de los políticos y líderes independentistas condenados, pero esto solo llegará si se rehacen los vínculos de confianza con el Estado. Los sucesos del otoño del 2017 han acabado en una triste y carísima derrota para sus protagonistas, que por otro lado fueron advertidos con insistencia de los gravísimos errores que estaban cometiendo.

Solo somos 7,5 millones de habitantes. Como quien dice, la mitad de la conurbación de Estambul. Ante la terrible situación que pasamos, tendría que ser una obligación que los actores estratégicos de la sociedad catalana –los líderes de los principales partidos políticos, los alcaldes de las grandes ciudades, entidades municipalistas, organizaciones empresariales y sindicatos- se sentaran en una mesa redonda para hacer una diagnosis y acordar, concertadamente, las líneas maestras para salir del callejón sin salida. Necesitamos unos Estados Generales para hacer frente a esta situación de calamidad pública.

Cataluña tiene unas grandes oportunidades para salir adelante. Pero no puede ser que el cainismo presida nuestras relaciones políticas y personales. Somos, a pesar de todo, una sociedad rica que habita en un territorio con buenas infraestructuras y grandes recursos naturales.

Tenemos que transformar la discordia permanente –entre nosotros y en las relaciones con Madrid, España y Europa- por una voluntad empática de lealtad, de colaboración y de acuerdo. Los catalanes de hoy tenemos el deber con las próximas generaciones, en su mayoría hijos de la emigración, de legarles una Cataluña próspera y moderna y esto solo lo conseguiremos a partir de trabajar coordinadamente por unos objetivos comunes.

Sin Generalitat, sin turismo, sin bancos, sin cerdos, sin Seat, sin Barça y, por supuesto, sin independencia: esta es la realidad a la cual estamos abocados si no hacemos un cambio radical y contundente en la dirección de Cataluña.

No tenemos que esperar a un Mesías que nos saque las castañas del fuego. La solución la tenemos nosotros y pasa por cambiar el chip. Desnudarnos de los hábitos de pequeños reyezuelos que llevamos cada uno de nosotros y ponernos a trabajar conjuntamente, superando prejuicios y recelos.

No conseguiremos modificar las fronteras de la Unión Europea ni de España. Esto nos lo tenemos que sacar de la cabeza, es una ilusión irrealizable. Tenemos que aprovechar aquello que tenemos –Tratados europeos, Constitución y Estatuto- para construir nuestro futuro. El resto son novelas de caballerías.

Disfrutamos de una posición geopolítica privilegiada y tenemos que sacarle todo el jugo en beneficio propio. Cataluña tiene que dejar de compararse, ni con Escocia ni con Eslovenia. Los 7,5 millones de catalanes tenemos que hacer nuestro camino, sabiendo que siempre pagaremos impuestos, bien sea al Ayuntamiento, a la Generalitat, al Estado o a Bruselas.

La profecía de Francesc Pujols –»los catalanes, por el solo hecho de serlo, irán por el mundo y lo tendrán todo pagado»- era falsa. Este ridículo supremacismo, motor del ideario nacionalista, nos ha llevado a la ruina en la cual hemos caído. ¡Salvemos Cataluña!

 

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