Un portugués en Barcelona, un catalán en Brasil

El pequeño Principado de Andorra es una curiosa y significativa síntesis de la península Ibérica. De las 78.000 personas que viven en estos valles, poco menos de la mitad (49%) tienen la nacionalidad andorrana. A la vez, hay dos potentes comunidades de migrantes: la de los que tienen el DNI español, formada por unas 20.000 personas, muchas de ellas catalanas; y la de los portugueses, que suman unos 10.000 habitantes.

Esta mezcla de orígenes, que ha ido cuajando en las últimas décadas, da una personalidad singular al país de los Pirineos, el único del mundo -recordémoslo- en el cual el catalán es la lengua oficial. Pero las lenguas española y portuguesa, junto con la francesa, también se oyen habitualmente por sus calles, convertidas en un microcosmos de la iberofonía.

Desgraciadamente, la legislación andorrana es muy restrictiva en la concesión de la nacionalidad. Esto hace que más de la mitad de la gente que vive y trabaja en el Principado no pueda votar, ni en las elecciones generales, ni en las comunales (municipales), quedando al margen de la representación política. Este es un gravísimo déficit democrático que, más temprano que tarde, Andorra tendrá que abordar y solucionar, a pesar de la negativa del actual jefe de Gobierno, Xavier Espot, a abrir el censo electoral.

A pesar de la difícil situación provocada por la pandemia, el país de los Pirineos acogió, la semana pasada, la XXVII Cumbre Iberoamericana, con la participación de mandatarios de 22 países. La gran mayoría de las reuniones e intervenciones fueron telemáticas, pero el jefe del Estado español, el rey Felipe; el presidente del gobierno, Pedro Sánchez; el presidente portugués, Marcelo Rebelo de Sousa, y el primer ministro, António Costa, quisieron hacer acto de presencia en Andorra.

Los medios de comunicación casi no se han hecho eco de este encuentro, pero esto no obsta para que tenga una gran trascendencia de cara al futuro. Y es que la articulación política de la península Ibérica es una apuesta indispensable si queremos tener más fuerza en los órganos de representación y participación de la Unión Europea.

Por otro lado, las lenguas peninsulares son un formidable instrumento de relación internacional. En la actualidad, casi 900 millones de personas hablan español, portugués o catalán en Europa, América y África. Con buena voluntad, y con la herramienta de la intercomprensión, es muy fácil que personas que tenemos el catalán, el español o el portugués como lengua materna nos podamos entender. En este sentido, recomiendo vivamente el curso de portugués que podéis encontrar en el diario hermano EL TRAPEZIO.

Ahora que vuelve el sempiterno debate sobre la salud y la pervivencia de la lengua catalana creo que el camino correcto es la defensa de la intercomprensión, de levante a poniente y de poniente a levante, más que no la inmersión, la colonización o la canibalización, que son conceptos competitivos, agresivos, antiguos y antitéticos con la esencia del lenguaje, que no es otra que hacer posible la buena comunicación entre los humanos. La intercomprensión entre las tres grandes lenguas peninsulares –dejo de banda al euskera, que no es de raíz latina- es perfectamente factible y asumible.

No tardará que todos tendremos a nuestra disposición unos aparatos muy perfeccionados con los cuales nos podremos pasear por todo el mundo y que nos facilitarán la comprensión y el diálogo con las otras personas, hablen la lengua que hablen. Y viceversa. Del mismo modo que, en el futuro, todos los humanos tendremos una moneda común para hacer las transacciones económicas, también habrá una lingua franca en la cual todos nos podremos entender, salvaguardando, eso sí, la lengua propia que nos han legado nuestros padres y que tenemos que considerar un precioso tesoro digno de ser guardado.

En esta perspectiva, politizar y polemizar sobre la lengua es caduco y cansado. Una lengua la salvaremos si se enseña en las escuelas y la usamos normalmente, sin imposiciones, en público y en privado. El catalán, el español y el portugués (añado el gallego, el valenciano, el bable, la fabla…) no están ni tendrían que estar en guerra: son lenguas vecinas y hermanas que tienen la inmensa mayoría de las palabras y de sus formulaciones sintácticas idénticas.

No se trata de sustituir una por la otra, ni de matar a una para que viva la otra. Cada cual puede usar la suya, con voluntad de entender y de hacerse entender. Los habitantes de la iberofonía nos tendríamos que poder mover, sin ningún complejo de extranjería ni miedo de no ser entendidos, por todos los ámbitos territoriales donde se hablan las tres lenguas. Un portugués se tendría que encontrar como en casa en Barcelona, del mismo modo que un catalán en Brasil o un latinoamericano en Angola.

La península Ibérica es una privilegiada plataforma de conexiones a escala mundial, el nudo donde confluyen cuatro continentes. Las tres lenguas principales que se hablan, consideradas como variantes de un mismo tronco, son el tercer idioma más hablado del planeta, solo por detrás del inglés y del chino mandarín.

Habría motivos para el optimismo –para un gran optimismo- si hubiera inteligencias políticas, empresariales, culturales… con capacidad para entender, proyectar y liderar en términos proactivos y propositivos esta visión. Ya hace demasiados siglos que el estigma de Caín se pasea impunemente por la península Ibérica y ya va siendo hora de desterrarlo para siempre.

La lengua como reflejo de la vida. Si somos capaces de entendernos respetando que somos como somos, entonces seremos más potentes. La pequeña Andorra, con todos sus defectos, nos demuestra que la iberofonía es una realidad y que el microcosmo ha nacido para ser universal.

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