La caída en desgracia de Albert Soler en el Barça

Ha quedado arrinconado al frente de las secciones y como único responsable de la derrota y ridículo del baloncesto
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La trayectoria de Albert Soler en el FC Barcelona dibuja una subida meterórica y una caída en picado que se va repitiendo como una constante en el organigrama del club, como si los ejecutivos estuvieran condenados a cumplir pequeños ciclos de gloria antes de caer en el olvido o tener que salir por la puerta falsa.

Aunque intentará resistir tanto como pueda, Soler está hoy más cerca de la salida, camuflado en áreas cada vez más periféricas, que de recuperar los superpoderes que llegó a tener antes de cometer errores de principiante, impropios en alguien con tanta experiencia, habilidad y oficio en la vida política y en la administración pública, donde llegó a tener el cargo de secretario de Estado para el Deporte bajo la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero.

La misma dinámica interna del PSC, partido en el cual desarrolló su carrera política hasta que vio venir la decadencia y salió corriendo en busca de otros horizontes, le sirvió para aprender a esquivar zancadillas y trampas. También su experiencia en un organismo tan complicado como el mismo Consejo Superior de Deportes, donde los políticos están de paso pero los funcionarios se quedan.

En el Barça, salvando las distancias, directivos y ejecutivos tienden a tener una vida de club cada vez más corta, aplastados por la presión y la exigencia de una entidad capaz de devorar insaciablemente presidentes, directivos, gerentes, directores generales, entrenadores, jugadores… de todo, mientras la «clase media» acaba adaptándose al medio y disfrutando de una larga vida en esta trinchera donde las caras más mediáticas caen como moscas.

Soler pudo ser incluso director general del Barça, cuando sus esfuerzos conspiratorios contra Nacho Mestre dieron el fruto deseado y Josep Maria Bartomeu acabó por retirarle la confianza. Entonces ya había escalado muchas posiciones en poco tiempo, después de ser fichado como director de relaciones institucionales con el encargo de ganar las batallas con la Federación Española de Fútbol, con la UEFA y con la FIFA, incluidas las reclamaciones elevadas al Tribunal Arbitral del Deporte (TAS).

Ciertamente no ganó ninguna o casi ninguna de estas batallas; frustración y fracaso que, sin embargo, no le causaron ningún perjuicio. Albert Soler se ensartó enseguida en la dirección de deportes presumiendo de ser el único ejecutivo con experiencia y conocimientos suficientes como para poder liderar incluso el área de fútbol. Es decir, moverse en la órbita del primer equipo y los cracs y mandar casi más que el director general.

La oportunidad se le presentó cuando Josep Maria Bartomeu distribuyó la dirección del Barça en varios califatos sin nadie por encima, con Nacho Mestre en la dirección general operativa; Albert Soler, en la deportiva y Francesco Calvo en el área de marketing y comercial como principales referentes en la gestión.

Iba disparado, se sintió como el tuerto en el reino de los ciegos, seguro de poder dominar el club. De hecho, organizó su propio «gobierno», empezando para traer de Madrid un colaborador suyo, Javier Sobrino, que fue el responsable del desarrollo del Plan Estratégico que después acabó en manos de Òscar Grau, el sorpresivo CEO a quien Bartomeu ya había colocado estratégicamente al frente de las FCBEscoles para cuando Nacho Mestre, el peor director general del Barça según la opinión de los empleados, fuera defenestrado.

Si en aquel momento Soler no acabó siendo el director general o CEO fue porque creyó que podía dominar incluso el entorno y de alguna manera burlar el control de Josep Maria Bartomeu, a quien sin duda subestimó cuando pensó que, siendo un presidente con fecha de caducidad, él tenía que empezar a venderse entre personajes como Javier Faus, Jordi Roche y otros con más veterania para asegurarse una larga vida en el cargo, más allá de unas elecciones.

Se equivocó suponiendo que sus pasos serían silenciosos, puesto que el presidente conoció al por menor sus intenciones. Lo que Albert Soler consideraba un despliegue inteligente de astucia y acertada anticipación fueron en realidad actos de dudosa lealtad hacia la persona que había apostado tan fuerte por él.

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