Vida zombi

«En los tiempos históricos nos encontramos a la sociedad dividida casi por doquier en una serie de estamentos, dentro de cada uno de los cuales reina, a su vez, una nueva jerarquía social de grados y posiciones. En la Roma antigua son los patricios, los équites, los plebeyos y los esclavos; en la Edad Media, los señores feudales, los vasallos, los maestros y los oficiales de los gremios, los siervos de la gleba, y dentro de cada una de esas clases todavía nos encontramos con nuevos matices y gradaciones», reza el Manifiesto Comunista que, refiriéndose a la «moderna sociedad burguesa» constata que no ha abolido las clases sino que ha creado otras nuevas.

Con las revoluciones industriales fueron desarrollándose conceptos que, más o menos, nos ayudaban a entender las sociedades en que vivíamos y el lugar que cada uno de nosotros ocupaba en ellas. La burguesía, nos dice el materialismo histórico, es la clase social integrada por quienes poseen los medios de producción (y, sobre todo, de cambio, como el dinero, se dice ahora). Enfrente, la clase obrera («working class«) designaba a la gente que solo poseía su fuerza de trabajo y se la vendía a los burgueses, a cambio de un salario. En medio, se decía, existe una pequeña burguesía, compuesta sobre todo por personas que trabajan (trabajadores en sentido estricto), pero que son dueños de los medios de producción, como los artesanos o los comerciantes.

La concentración de los obreros en los centros de producción, su asentamiento en barriadas iguales y otros factores uniformadores contribuyeron a que sus condiciones de vida terminaran asemejándose tanto, que hasta compartían formas de alimentarse, reproducirse, ocupar su tiempo libre, vestirse y, desde luego, pensar y sentir. Eran, en sentido cuantitativo, un motón de gente indiscriminada, una prole, y de ahí lo de «proletarios«. Término de éxito, en la medida en que incluye no solo a quienes trabajan en las fábricas sino a sus familias. Todos ellos, todo aquel inmenso conglomerado social que coloniza los distritos industriales y las periferias de las grandes ciudades, sobre todo europeas, conforman el proletariado.

Durante mucho tiempo y tal como preveían los marxistas, la proletarización fue extendiéndose a sectores sociales que, tradicionalmente, se habían mantenido al margen de esta tendencia como, por ejemplo, los médicos, abogados, profesores y otros profesionales que, en general, gozaban de un estatus privilegiado y acabaron trabajando por cuenta ajena. Cosa que, sin embargo, no presuponía adoptar las formas de vida propias de la clase obrera. Estaba naciendo algo nuevo, que los sociólogos empezaron a denominar clase media. Un universo social que en las sociedades desarrolladas se interpretaba intencionadamente como un «casi todo social». Exceptuando a cuatro ricos (cada vez menos) y a los pobres, de más o menos solemnidad, todos somos clase media, se proclamaba a los cuatro vientos, con evidente falta de rigor, porque en ese medio cabían muchos y muy variados perfiles. Entre la gente se puso, en fin de moda, autocalificarse como de «clase media» y los sociólogos empezaron a utilizar los de media-alta, media-media, media-baja y así sucesivamente.


Y con la denominada revolución posindustrial que es, al parecer, donde nos encontramos, saltó casi todo por los aires, salvo, claro está, los fundamentos de la sociedad burguesa. También, cómo no, está experimentando profundas transformaciones pero, esencialmente, sigue siendo lo mismo que hace algunos siglos, con la salvedad de que sus integrantes son cada vez menos y más ricos. Al otro lado, miles de millones de pobres, en la más variada gama que alguien se pueda imaginar. Desde los que siguen muriéndose de hambre en medio mundo hasta los que su trabajo no les da para vivir en los países ricos. «Under class«, denominaron los ingleses a los millones de pobres que generaron las políticas neoliberales de Margaret Thatcher y «Working poor» a la multitud de norteamericanos que trabajando viven por debajo del umbral de la pobreza. También nosotros, sin ponerle nombre propio, sabemos lo que es eso por aquí.

El economista británico Guy Standing ha creado el concepto «precariado» a lo que denomina «proletarios del siglo XXI», «una nueva clase social emergente que vive en la inseguridad económica y profesional, y también en búsqueda de identidad (…), que se sitúa a un paso por encima de los extremadamente pobres, que viven y mueren en la calle«. Para Standing, el precariado -palabra compuesta de precario (inestable, inconsistente) y proletariado- está compuesto por jóvenes procedentes de la inmigración que carecen de futuro, jóvenes educados que no consiguen acceder a un trabajo estable y personas mayores desclasadas procedentes del medio obrero. Este concepto que, claro, define una evidente realidad, no hace hincapié en uno de los aspectos más inquietantes y amenazadores del «precariado» y sus consecuentes secuelas que es el de la infinita individualización del trabajo, que imposibilita cualquier forma de resistencia ante formas de explotación crecientemente obscenas.

En este contexto ¿dónde colocamos la epidemia socio-política que se está llevando por delante a hombres blancos de mediana edad y con menos educación en EE.UU? Esta es la conclusión del estudio que acaban de presentar el Premio Nobel de Economía Angus Deaton y Anne Case. Mientras que en 1999 su tasa de mortalidad era un 30% más baja que la de los negros de sus mismas características, para el año 2015 la mortalidad de los blancos era un 30% más alta. Suicidios, drogas, alcoholismo, cáncer, enfermedades cardiacas, obesidad… se multiplican. ¿La explicación? Desempleo, globalización, automatización de la producción… En el fondo, lo que se ha denominado «desventajas acumulativas». La muerte por desesperanza.


Sin embargo, ¿cuál es la reacción política de los blancos estadounidenses con altas tasas de mortalidad? Votar por Donald Trump. Más del 60% de ellos así lo hizo.

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