Hay que enterrar el ecosistema pujolista

El catalanismo político nació con el Memorial de Greuges de 1885, dirigido al entonces rey Alfonso XII. Este es el punto de partida de este movimiento, que, después de múltiples vaivenes, ahora cumple 130 años. El masón Valentí Almirall, que ha sido injustamente arrinconado por la historiografía oficial, fue su principal teórico y propulsor. En el nomenclátor de Barcelona, el verdadero «padre de la patria» de la Catalunya contemporánea sólo tiene dedicada una plazoleta en el distrito de Sant Martí, prueba de esta injusta marginación.

Desde 1885 hasta la actualidad, el catalanismo político se ha nutrido de varias aportaciones e influencias: el catolicismo, el republicanismo masónico, el carlismo, el liberalismo, el fascismo, el socialismo, el comunismo, el trotskismo, el anarquismo, el maoísmo, el ecologismo… También ha tenido numerosos referentes geopolíticos: el modelo del Imperio austro-húngaro, la independencia de Cuba, la revolución soviética, la independencia de Irlanda, el fascismo italiano, el nazismo alemán, las guerras de liberación anticolonial del Tercer Mundo, la secesión de las repúblicas bálticas, la partición de Chequia y Eslovaquia, la desmembración de la antigua Yugoslavia y, singularmente, el caso de Kosovo, etc.

Por lo tanto, no hay sólo «un» catalanismo político. Hay muchas formulaciones e interpretaciones de este anhelo profundo que condensó el Memorial de Greuges, todas ellas exploradas y estructuradas en varias épocas por partidos políticos y corrientes intelectuales. Una de las ramas del árbol plantado por Valentí Almirall es el pujolismo, surgido en la década de los años 60 del siglo pasado, que podríamos definir como una mezcla de catolicismo, liberalismo y affairismo, con ramalazos fascistoides. El actual presidente en funciones de la Generalitat, Artur Mas, es el heredero de esta estirpe de poder que ha dirigido Catalunya desde el 1980, con el paréntesis de siete años de los gobiernos Tripartitos.

Estos días se ha querido comparar el consejo de guerra y el fusilamiento del presidente Lluís Companys, en 1940, con la imputación del presidente Artur Mas por el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (TSJC) por la organización de la consulta participativa del 9-N. Obviamente, establecer este paralelismo es una aberración y un insulto a la inteligencia. Lluís Companys procedía de la rama masónica, republicana y sindicalista del catalanismo. En cambio, Artur Mas es un político que entronca directamente con el liberalismo y el affairismo pujolista. No en balde, en sus inicios en la Generalitat se le consideraba un «hombre de Prenafeta».

De la imputación de Artur Mas por el TSJC el único supuesto que tiene sustancia es la malversación de recursos públicos destinados a la organización del 9-N. En un país flagelado por la crisis y los recortes, tirar el dinero de la Generalitat en happenings es una inmoralidad inaceptable. Pero en este procedimiento Artur Mas sólo se juega las penas de inhabilitación para ejercer un cargo público y un año de prisión, que, en todo caso, nunca cumplirá. Lluís Companys fue juzgado por rebelión militar, condenado a muerte y ejecutado. La diferencia entre uno y otro es abismal y no admite comparación posible. ¡No frivolicemos!

El Parlamento surgido de las urnas del 27-S es un rompecabezas sin solución de continuidad. La alianza de Junts pel Sí se explica porque el actual líder de ERC, Oriol Junqueras, es, en esencia, un hijo del pujolismo, que bebe de la tradición católica y liberal del catalanismo y no hace ascos al affairismo. Nada que ver con otros referentes históricos del viejo partido republicano, como Lluís Companys o Josep Tarradellas. En nombre de la independencia no todo vale.

En Catalunya es hora de enterrar el ecosistema pujolista, del cual Artur Mas y Oriol Junqueras son exponentes y tributarios. Este es el gran reto y la obligación prioritaria que tiene el catalanismo político del año 2015: pasar página del estilo mesiánico instaurado por Jordi Pujol, que engendró un régimen asquerosamente corrupto, y abrir una nueva etapa donde todas las opciones –autonomismo, federalismo e independentismo- puedan convivir y debatir racionalmente. Ni Catalunya nació con Jordi Pujol ni Catalunya se acaba sin Artur Mas. Todo empezó con Valentí Almirall y vale la pena releer, de vez en cuando, el Memorial de Greuges para saber de dónde venimos y dónde estamos… para decidir por dónde queremos ir.

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