27-S: el error final

Los catalanes somos un pueblo pragmático, pero dotado de una nula inteligencia política. En esto se nota que somos mediterráneos. No hay, en la actualidad, ninguna otra zona en el planeta más lamentable que la cuenca del Mediterráneo. Desde el Bósforo hasta Gibraltar, este magnífico mar interior – cuna de la civilización y marco natural de encuentro entre Eurasia y África- tendría que ser un lago de prosperidad y comercio.



Pero no. El Mediterráneo se ha convertido en un mar en llamas y en una cloaca de las miserias de la Humanidad. La guerra de Siria, la explosiva situación del Líbano y de Libia, los conflictos sangrientos de Palestina y el Kurdistán, el permanente foco de tensión de Israel, los regímenes autoritarios de Egipto, Argelia y Marruecos, los estados fallidos de Grecia, Albania, Bosnia y Croacia, el «sottogoverno» mafioso de la Italia meridional, la dramática crisis de los migrantes y exiliados que intentan entrar desesperadamente a la Unión Europea desde la otra orilla mediterránea…



Como es obvio, esta terrible y caótica situación tiene unos beneficiarios directos, que a la vez son los mismos inductores de la desestabilización que sufrimos los mediterráneos: el eje franco-alemán («núcleo duro» de la UE), los Estados Unidos y sus aliados en la zona (Israel, Arabia Saudí y los Emiratos Árabes). La desestructuración y descomposición del Mediterráneo tiene un impacto muy negativo para Catalunya, condenada a ser -en el tablero geoeconómico dominante- un apéndice «low cost» a merced de la Europa central.



Históricamente, Catalunya ha conocido su máximo esplendor cuando ha asumido y ha jugado a fondo la dimensión mediterránea. Si sabemos leer bien la cartografía y las estadísticas veremos que Barcelona es, en este inicio del siglo XXI, la principal metrópoli del Mediterráneo y este liderazgo nos tendría que estimular la reflexión y la proyección estratégica. ¿Qué hacemos yendo a mendigar a Bruselas -donde siempre seremos considerados «ciudadanos de segunda»-, si nuestra gran fuerza y potencia la tenemos a pie de playa y mar allá?



Como ciudad mediterránea de referencia, Barcelona tendría que encabezar la necesaria y urgente reconquista de esta zona del planeta para la causa de la paz y el progreso. No en balde, la capital de Catalunya es, desde los tiempos del presidente José Montilla, la sede oficial de la Unión para el Mediterráneo, un organismo que languidece en el palacio de Pedralbes por falta de voluntad y de impulso político de sus promotores. Coser las heridas abiertas y derrocar el muro invisible que separa las dos orillas -escenario de la trágica mortandad de migrantes que nos estremece a todos- es una tarea titánica pero imprescindible, si todavía creemos en la existencia de un Mundo mejor.



La alcaldesa Ada Colau -mujer de contrastada sensibilidad social– tiene un importante rol a desarrollar en el drama que vive hoy el Mediterráneo. Impulsando, por ejemplo, un movimiento intermunicipal que reúna a las principales ciudades de la cuenca en la reivindicación de este espacio común de convivencia y en el relanzamiento de la cooperación entre las instituciones y los pueblos que formamos parte de este lago interior.



En esta causa nos va la vida y el futuro. Por eso, me alerta la extrema miopía del sector secesionista de la sociedad catalana en las imprescindibles buenas relaciones de vecindad que tiene que tener todo país para poder desarrollarse. Ahora que las islas Baleares, la Comunidad Valenciana y Aragón disponen, finalmente, de gobiernos progresistas empáticos y abiertos a la colaboración con Catalunya, desde aquí los hay que, en nombre de la sacrosanta independencia, quieren poner fronteras y romper puentes con estos pueblos hermanos. Insólito y grotesco.



La inteligencia política de los catalanes se acabó en 1469, con el matrimonio de Fernando de Aragón con Isabel de Castilla. Desde entonces, transitamos por la historia a tientas: de error en error, hasta el error final. Pase lo que pase este 27-S, Catalunya habrá perdido en esta democratísima confrontación política (y, por lo tanto, civil) que nos está desquiciando.

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