Refugiado bueno, refugiado malo

Susana Alonso

En 2015, durante la crisis de los refugiados por la guerra de Siria, una reportera húngara  protagonizó uno de esos actos que podríamos calificar como cumbres de la miseria humana. El 8 de septiembre de aquel año se produjo una avalancha de refugiados sirios que trataban de escapar de una zona en la que habían sido confinados por los policías de frontera húngaros. Su intención era  entrar en Szeged, ciudad cercana a Serbia, antes de que el país sellase su frontera con ésta. Ante la avalancha, un cámara pudo grabar cómo la periodista, de nombre Petra Lázsló, “recibía” con patadas a los inmigrantes que trataban desesperadamente de entrar en el país, llegando incluso a zancadillear a un padre de familia que llevaba a su hijo en brazos. Como consecuencia, ambos cayeron estrepitosamente al suelo. Aquel acto no fue un hecho aislado, fortuito: fue el resultado de todo un caldo de cultivo, de una atmósfera, del país en que se había convertido Hungría, de la mano de su presidente Viktor Orbán, un reconocido xenófobo que por aquel entonces llevaba ya un lustro gobernando el país.

Pero es que mucho antes -en 1991- Hungría había constituido, junto a Polonia y Checoslovaquia, -que posteriormente se desmembraría en Chequia y Eslovaquia- el llamado Grupo de Visegrado: países con vínculos muy antiguos y una similitud notable: ser las naciones ex-comunistas más ricas. El Grupo se creó para acelerar la integración con la Unión Europea, pero una vez dentro de ella, se distinguió por su actitud crítica con las decisiones de ésta, su nacionalismo y su rechazo de la inmigración (inciso: ¿cómo países que en su día profesaron una ideología internacionalista han podido acabar abrazando justo la contraria?)

Así, Viktor Orbán decretó en 2020 el cierre de las fronteras para los refugiados. Y Polonia comenzó en enero de 2022 la construcción de un muro en su frontera con Bielorrusia para frenar la entrada de solicitantes de asilo, muchos de ellos sirios, iraquíes y afganos. Sin embargo, poco tiempo después, a 16 de marzo de este año, Hungría lleva ya acogidos a 282.611 ucranianos huidos de la guerra; Eslovaquia, a 228.844; y Polonia, gobernada también por una formación ultraconservadora (Ley y Justicia), a nada menos que casi dos millones –concretamente 1.916.445-, a los que recibe generosamente con mantas y sopa caliente.

¿Qué ha cambiado? ¿Acaso Orbán o su homólogo polaco Andrzej Duda se han vuelto seres tolerantes y multiculturales? Nada de eso. Desgraciadamente, hasta entre los refugiados hay jerarquías: El video donde puede verse a la reportera Petra Lázsló muestra a una mujer rubia y de clase media, impecablemente europea. Es decir, igual a los ucranianos que huyen hoy de la guerra. Tal como afirma Blanca Garcés, investigadora del área de Migraciones del CIDOB (Centre d’Afers Internacionals de Barcelona) en un artículo publicado en La Vanguardia, el cambio de discurso de Orbán “pone de manifiesto que los ucranianos sí son bienvenidos, no solo por su necesidad de protección internacional, sino también en tanto que europeos, cristianos, civilizados (sic) y de clase media”.

Las comparaciones son sangrantes. Pero tal vez la más macabra sea esta: No demasiado lejos de Ucrania, en la isla griega de Lesbos, se han hacinado durante años miles de refugiados sirios, afganos y de otras nacionalidades en un campo llamado Moira. Òscar Camps, fundador de Open Arms, describe así aquel lugar dantesco: Moira es horrible. Imagínese: cuando tienes 20.000 persones viviendo en un campo habilitado para tres o cuatro mil, con un lavabo para cada 250 personas (…) creo que hay un doctor, que es de Médicos Sin Fronteras, para cada mil o dos mil personas. La situación es extrema: hay suicidios, agresiones, se ha incendiado el campo, hay muertos cada vez que se produce un disturbio…” Y se pregunta: “¿Con qué objetivo los tenemos retenidos allá? ¿Con el objetivo de la deportación? ¿Con el objetivo de que vayan muriendo poco a poco? Moira es un campo de exterminio”.

 Moira sufrió en 2020 un terrible incendio. No hemos vuelto a saber nada de sus habitantes, olvidados por completo por los medios de comunicación, centrados hoy únicamente en otros refugiados, más afortunados. ¿Tienen los ucranianos la menor culpa de ello? En absoluto. Los ucranianos son las víctimas, y merecen, por tanto, ser recibidos con los brazos abiertos. Pero hasta que la acogida no dependa del color de la piel, la religión o los intereses geopolíticos del momento, tal vez no seamos dignos de llamarnos humanos. Y el rasgamiento de vestiduras de Occidente, por justificado que esté, tendrá inevitablemente el regusto amargo de la hipocresía.

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