La guerra por la globalización mutilada

Quizá resulta exagerado afirmar que ya estamos ya viviendo la Tercera Guerra Mundial. Pero, decididamente, también lo es que seguimos en Guerra Fría, una falacia que se ha repetido ad nauseam en medios de comunicación, a falta de definiciones mejores. Por otra parte, la masacre de Gaza y la guerra de Ucrania forman parte de un mismo conflicto, como también lo es el del Alto-Karabaj, que se saldó con una flagrante limpieza étnica de población armenia en septiembre pasado, de la que ya nadie se acuerda. Si se quiere, se puede añadir también la crisis en el Mar Rojo, a raíz de las acciones hutíes contra el tráfico marítimo. Y, desde luego, los atentados masivos del ISIS en Irán y Moscú, en enero y marzo de este año.

 

A esos conflictos se irán añadiendo otros, a no dudar, si las grandes potencias se empeñan en seguir prolongando el presente estado de huida hacia adelante. Es decir, si se continúa en el empeño de que se pueden solucionar aisladamente, como si no tuvieran que ver los unos con los otros. O como si se pudieran seguir sosteniendo dobles raseros descomunales, en la línea de que Putin es más malo que Netanyahu, por poner un ejemplo. Tal como están las cosas, se deben solucionar esos conflictos de una tacada. Cosa que, además, es teóricamente posible, porque tanto la guerra de Ucrania, como el conflicto entre israelíes y palestinos e incluso la situación en el Cáucaso, que puede volver a estallar en cualquier momento, se pueden solventar a partir de planteamientos federales.

 

¿Dónde han ido a parar Hillary Clinton o Joseph Nye, que no hace tanto pontificaban desde el Partido Demócrata sobre la aplicación del federalismo a la resolución de conflictos internacionales, urbi et orbi? Pues a estas alturas son las víctimas de la Guerra por la Globalización en curso. Que ya no es, como lo fue la Guerra Fría, un conflicto por ganar al mundo para unos ideales políticos y sociales, que ya fracasaron; esto es, el socialismo soviético en 1991 y el neoliberalismo globalizador, en 2008 y 2020.

 

Por lo tanto, los territorios, si son pobres o no tienen valor estratégico, pueden ser desechables; las poblaciones, si no aportan masa de consumidores o no son aprovechables como mano de obra (y la robotización las hace cada vez más prescindibles) también pueden ser marginadas o incluso exterminadas; los mercados pueden ser rentables o no. Pero ya no hay consideraciones ideológicas detrás de ello.

Pongamos la expansión económica y estratégica de la República Popular de China. No busca la conversión ideológica o el apoyo de aliados. Si son países amigos, mejor. Pero han de devolver los préstamos con los correspondientes intereses, o pagar las obras realizadas.

El resultado del eclipse de las grandes corrientes ideológicas ha supuesto la expansión de las políticas populistas por todas partes, a partir de la pertinente aplicación de dos parámetros: cocinar soluciones políticas improvisadas de un día para otro y mantener a la población en una perpetua tensión, pendiente de conflictos artificiosamente hinchados, de broncas políticas y dramáticas situaciones límite que duran un par de telediarios para ser sustituidas por otras. El resultado de todo ello a la vista está: una Europa llena a rebosar de líderes altamente mediocres, abundancia de oportunistas y ciudadanías cada vez más divididas.

 

Los orígenes de esta situación se sitúan en la pandemia de Covid-19, en la medida en que las autoridades sanitarias de los países más desarrollados se revelaron incapaces de prevenir la amenaza y evitar el encadenamiento de muertes masivas que llegaron a los 15 millones en todo el mundo. Fue una crisis tecnológica, que terminó de evidenciar el fracaso de la globalización neoliberal, ya anunciada en la gran recesión de 2008 y la crisis griega, de 2010 en adelante. Ante la debacle de 2020, la ley de la libre oferta y la demanda no llevó las vitales mascarillas a las farmacias; y la sanidad pública fue la que hubo de tomar las riendas de la situación, mientras se imponían políticas económicas estatalistas para gestionar la inusitada crisis que supuso el confinamiento.

 

A partir de ahí y por lógica, al menos en Europa, se tenía que haber regresado a las políticas sociales, más interesadas en la salud de sus ciudadanos que en la competencia comercial por vender marcas de vacunas carísimas. Pero, finalmente, la pandemia no revitalizó los decadentes estados del bienestar. Por el contrario, la huida hacia adelante llevó a que en un periodo de cuatro años se pasara con rapidez a un sistema en el cual la competitividad se ha sublimado en lenguaje militarista. La solución de los problemas internacionales a través de la diplomacia y el desarrollo sufrieron mutaciones malignas hacia el rearme, la histeria belicista y los hechos consumados. Los demagogos que se multiplican exponencialmente a cada día que pasa, no admiten errores. Porque tampoco se les ocurren soluciones.

 

Mientras los frentes de la guerra por la globalización se extienden como manchas de aceite, queda cada vez más claro que lo importante es el expansionismo y el control de territorios. Que la globalización, ¡ay, la globalización!, que nos iba a traer tantos bienes, aclamada como fuente de prosperidad, está mutilada, sino herida de muerte.

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