La tribu digital

“La información que hay que procesar se ha vuelto tan vasta que supera la ‘racionalidad limitada’ de los individuos”, Byung-Chul Han.

Nunca mejor dicho un término como el de “tribu” digital va a resumir con tanta claridad un tiempo social y político como el que vivimos. Internet y las nuevas tecnologías están generando un nuevo tipo de sociedad y reconfigurando nuestros valores, ideas, estilos de vida y comportamientos. Estamos ante una mutación profunda de la condición humana, un cambio de civilización, afirman los estudiosos de la llamada era digital.

Susana Alonso

Lo primero que hay que destacar es que la creencia y la adhesión al grupo van a estar por encima de todo y cambiar de opinión o de comunidad será muy difícil. De esta manera la “tribu” se convierte en una fortaleza desde donde poder atacar al “otro”, que no es de los nuestros. Con estos parámetros, el diálogo y el entendimiento se hacen difíciles, sino imposibles, y para no pocos esto supone el fin de la política. Como diría Byung-Chul: “Ya no nos escuchamos”.

Uno de los más prolíficos ensayistas catalanes, Josep Burgaya, nos dibuja un retrato fidedigno y exhaustivo del llamado ‘régimen de la información’, o ‘capitalismo de vigilancia’ y su influencia en la esfera política y social. Se trata de una forma de dominio donde todo se va a procesar mediante algoritmos y en el que las personas quedan rebajadas a datos como si de un mero consumidor se tratara.

La “democracia” digital parece ideada para el ciudadano de hoy, en esta sociedad del espectáculo, el entretenimiento y el consumo a manos llenas. Aunque algunas de las tendencias actuales pudimos verlas ya a finales de la Transición. La ideología del triunfo, la moral del éxito y el narcisismo en estado puro se institucionalizaron. De forma gráfica, España pasaba del Seat al BMW y de la urbe a los residenciales. Empezaba a tomar cuerpo lo que Ulrich Beck definió como el ‘capitalismo del ego’.

Las consecuencias de todo ello se están viendo en el presente con las políticas populistas y autoritarias emergentes y la llegada de nuevos liderazgos procedentes del mundo digital como Boris Johnson, Donald Trump o Javier Milei, entre otros. De España se puede decir que el principal laboratorio de la política populista se da con el procés catalán y continua ahora con esa dialéctica visceral y hostil de una parte de la derecha política-mediática. Aunque es difícil escapar de esta retórica hoy dominante.

El caso es que las nuevas narrativas del consumo, que tanto proliferan en la biosfera mediática, y que crean adicción y dependencia, viven  de tensionar al máximo, de buscar culpables, de antagonismos irreconciliables. Es la batalla ideológica del siglo XXI que usa todos los recursos necesarios, visuales y semánticos, para alcanzar victorias propagandísticas. De ahí que la batalla por el relato y el storytelling tengan tanta importancia.

Ahora, ante la avalancha de información que nos llega, van a ser las imágenes y las performances las que se impongan. El mensaje político-publicitario se resume en un titular y las emociones pasan a ser el principal argumento. El objetivo es fidelizar a la tribu, al grupo, al partido y, hacerlos impermeables a lo que llegue de fuera, con el fin de que te siga votando o consumiendo.

En un sistema donde se han diluido las fronteras entre información, entretenimiento y publicidad, hay que pensar en qué tipo de ciudadano estamos construyendo. Los rasgos que se apuntan son las de personas muy individualistas, de grandes egos, con derechos sin límite, con un infantilismo irresponsable. Para muchos este es el camino de la deshumanización que los ideólogos del Silicon Valley, una mezcla de hippies, idealistas y neoliberales han creado.

Qué hacer ante los retos políticos y sociales que se plantean. Lo primero es comprender mejor el mundo en el que vivimos, al mismo tiempo que una política con sentido de lo público y con la primacía de las personas por encima de todo. Y más en sociedades abiertas, donde la convivencia de opuestos, la aceptación de lo distinto, la renuncia a una representación única aparecen como la señas de identidad de una democracia convivencial y habitable.

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